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La máquina amorosa: El mendigo chupapijas (1)
Juan Francisco Marguch*

Belleza y Felicidad publicó en cinco partes El mendigo chupapijas de Pablo Pérez (2), “folletín por entregas y punto de partida del proyecto editorial en tanto primera novela queer-trash de la década”.(3) El texto trabaja una ética y una estética que se piensa desde una micropolítica, desde una ontología de devenires, en las que todo cuerpo en su virtualidad es susceptible de devenir anómalo, queer, abyecto. El cuerpo como potencia, como zona de experimentación se vuelven la apuesta de El mendigo chupapijas y de otros textos de la literatura argentina contemporánea.
Creo que es posible leer esta novela en base a la idea barthesiana de discurso amoroso. Para Barthes la máquina amorosa es una máquina imaginaria (4), compuesta de una sucesión de figuras u episodios que conforman una historia de amor. En ese relato, “el gran resplandor imaginario” atraviesa al sujeto sin orden ni fin, éste se funde con la Imagen, tal como el propio Barthes se funde con el narrador imaginario de Fragmentos de un discurso amoroso o con el personaje novelesco en Roland Barthes por Roland Barthes.
El discurso amoroso que describe Barthes funciona en El mendigo chupapijas a partir de una retórica hipertrófica de imágenes que descentran todo lo que puede haber de normativo en la gramática amorosa clásica. El discurso amoroso hegemónico monolingüe como dispositivo normalizador se ve desplazado por un lenguaje amoroso menos codificado, una economía del exceso que abre otros campos de efectos y actualiza otras escenas. Más que de desplazamiento habría que hablar tal vez de superposición o hibridación entre gramáticas amorosas y figuras pornográficas que ponen a funcionar registros y texturas diferentes en la misma ficción para configurar un texto en continua oscilación.
La novela de Pablo Pérez se compone de distintas figuras, enunciadas desde fragmentos de un diario íntimo, conversaciones telefónicas e e-mails en los que el narrador aparece a veces desde una primera persona y a veces en tercera. En el primer capítulo encontramos al mendigo chupapijas, “un hombre que, oculto en la oscuridad, le chupa la pija a cualquiera que se pare frente a él [...]. Su garganta no tiene fondo [...]. Sí se lo puede interrumpir para ofrecerle otra pija, de mayor o menor tamaño, eso a él no le importa” (5). La deglución del mendigo y los encuentros sexuales del narrador se suceden sintagmáticamente uno tras otro. El cuerpo es enunciado metonímicamente, es la parte la que se impone sobre el todo: la pija, el bulto, la boca, el sudor, la lengua. La fragmentación del cuerpo (coincidente con la fragmentación de la narración) produce la imagen de un cuerpo no cerrado, no preformado como algo dado, sino abierto y en constante tránsito y transformación, un cuerpo metonímico que funciona como de hacerse un Cuerpo sin Órganos.(6) Se enuncia el Punctum, el punto detalle de la pornografía que desarregla el Todo-Imagen, lo idéntico y lo universal adscribiendo a la estética de lo singular. (7) Es aquello que punza la imagen volviendola extraña, imposible de ser objeto de un ojo totalizante.

La novela introduce un flâneur que busca la experiencia corporal en su errancia por la ciudad: Pablo recorre un San Telmo anómico, donde aparece una norma quebrada que asedia a los individuos pero no logran sujetarlos ni tipificarlos. El deseo no responde a normas y se produce a sí mismo, no desde una moral sino desde una ética.(8) Sin dispositivos disciplinantes, lo que hay no son identidades codificadas, sino modos de existencia.(9) Cuando el poder normalizador y tipificador fracasa, nos encontramos con esta dimensión de lo viviente como obra de arte, cuyas reglas facultativas tanto éticas como estéticas configuran un estilo de vida.(10)
Esa vida y ese cuerpo son soporte de afecciones, y El mendigo chupapijas hace de la dimensión patémica el centro de la escena. La modulación pasional narrativa de afectos que se acrecientan y decaen, de imágenes que alcanzan un punto máximo de delirio y embriaguez para después volverse pura abyección o pura nada coincide con las velocidades y movimientos del cuerpo. Cuerpo y narración se funden imaginariamente en un mismo ritmo:

“Otra vez tengo una erección, ¡Oh, primavera!
Comienza a revivir en mí el salvaje, el hombre antiguo repartido entre los vicios de este siglo en busca de una fiesta dionisíaca. La semana pasada clausuraron ocho cines porno y están por cerrarlos todos. La moral nos asedia cada vez más” (11)

Cada Imagen es una erección, y el yo se vuelve salvaje, en contraposición a la moral que cada vez más asedia a la sociedad y cierra los cines porno. La fiesta dionisíaca incorpora la idea afirmativa del goce y de lo sagrado que se opone a la religiosidad moralista y nos ubica en el plano de inmanencia de un cuerpo desestratificado, que ya no funciona como organismo y no se somete al mandato de la conciencia.
El amor dionisíaco convive con la figura platónica del amor ideal, figura del máximo fulgor del resplandor amoroso. Sumergido en él, el narrador se vuelve una máquina semiótica de interpretación de indicios y creador de imágenes delirantes. Las pasiones se acrecientan y decaen. El sujeto construye La Imagen de sus amados para darse cuenta luego que detrás de ella no hay nada. En el capítulo “La llegada del amor”, el narrador conoce a Martín y se hunde en el caudal imaginario delirante del amor. Así, el amor se vuelve razón de la existencia del personaje pero también aquello que lo trastorna y lo empuja afuera de sí mismo. El amor como droga o pharmakos: delirio y adicción, vida y muerte. “Hoy vivo una gran contradicción. Por un lado me propongo dar amor sin esperar nada a cambio, pero por el otro estoy deseando beber sin parar de la fuente de amor que hay en Martín. ¡Quiero más de ese veneno!” (12). La adicción del amor puede llevar a la muerte, porque la pérdida del objeto amoroso implica, como dice Barthes, el exilio de lo imaginario, “terminar con esa elegía delirante que se llama lo Imaginario [...]. Tal es el precio a pagar: la muerte de la Imagen contra mi propia vida”. (13)
En la novela de Pérez además de la fiesta dionisíaca de los cuerpos en la calle, y el amor delirante hacia un objeto amado, aparece también una dimensión de afectos impersonales. Pablo habla constantemente del Amor Universal, corriente de energía a la que el narrador tiene acceso en su sesión de cura con Mme. Bonnot en París. Es una suerte de afección que recorre cada célula y acelera los ritmos corporales de Pablo, potenciando su ser y desequilibrando la economía del yo: “Pierdo toda noción de tiempo y espacio, quedo mentalmente anestesiado, mi cuerpo es un jardín de sensibilidades” (14). El cuerpo se vuelve un pliegue hacia el afuera por estar inmerso en la imaginación impersonal del Amor Universal, energía pre-individual que arrastra fuera de sí a los personajes.
En el último fragmento del texto aparece aún más evidente esta despersonalización. El narrador pasa junto a un mendigo onanista que lo lleva a una casa abandonada junto a otros mendigos. Uno de ellos, el Chino, le pone un nombre de mujer, lo cuida y lo protege en sus brazos. “Es la noche más luminosa de mi vida” (15), dice Paulita.
El nombre propio se desfigura para ser un entre lo masculino y lo femenino, terreno de lo neutro que trastoca el paradigma. La identificación con la Imagen femenina permite al narrador una vez más deslizarse por la fuerza del delirio imaginario. Si el nombre propio remite a la identidad y a la unidad del sí mismo, los desplazamientos en el significante que nombra al protagonista responden al ni lo uno ni lo otro de lo neutro. Para Barthes lo neutro implica un alejamiento de las cualidades individuales: “la existencia mínima más fuerte: la existencia no simple (no se trata de un sentimiento primitivo), sino despojada de atributos”.(16) Una vida sin cualificaciones, una vida impersonal como experiencia del afuera y como estética de ese Amor Universal.
Pablo/Paulita se vuelve mendigo como los otros de la casa abandonada. En este texto, la mendicidad es la espera del don del otro pero también la donación absoluta del sí mismo, implica la apertura a la alteridad, a lo incontable e imprevisible. La mendicidad como despojamiento material y de los atributos de la persona se conecta con el Amor Universal no codificado. Dice Barthes: “lo que el amor desnuda en mí es la energía”(17), el amor universal de la novela que atraviesa todos los cuerpos como potencia impersonal, deseo de neutro que implica “disolver la propia imagen”.(18)
Según Link, en el Barthes de los últimos textos hay otro trabajo sobre los signos, que “ya no ocultan nada, porque están vacíos: son claros, transparentes, si es que uno es capaz de despegarse del ‘estorbo de lo visual’ y escucha sus voces. Los signos son la pura exterioridad desplegada de la conciencia” (19). La materialidad del discurso acoge la experiencia del afuera, del Amor delirante y su resplandor imaginario. La máquina amorosa es una máquina que se acopla a otras. El discurso amoroso de El mendigo chupapijas propone como hecho estético la afirmación barthesiana de que “el lenguaje es una piel: yo froto mi lenguaje con la piel del otro”. (20) El discurso posibilita la vida en común que se da a partir de un estar entre-cuerpos sin atributos, comunidades de goce que no parten de la persona. El vivir juntos implica “una puesta en común de las distancias” (21) pero también implica el tacto. Así como el sentido toca al cuerpo también la imagen: “la Tuché, la Ocasión, el Encuentro, lo Real en su expresión infatigable”. (22) Ese “obstinado referente” barthesiano es siempre “particular absoluto, la Contingencia soberana”. (23) Es una imagen y no la imagen: tacto de lo singular y no de lo universal como modo de pensar la comunidad.
El mendigo chupapijas trabaja sobre esa ambivalencia entre un yo del diario íntimo que a veces se vuelve residuo y tercera persona, entre lo individual y lo impersonal, para proponer como escenario del presente ese juego de desdiferenciación entre el sujeto y los procesos de singularización, entre el amor clásico y su dimensión impersonal. Es esa ambivalencia la que posibilita la apertura a lo incalculable y el estar-en-común.

Notas
(1) Agradezco a Daniel Link las sugerencias.
(2) Las citas corresponden a Pablo Pérez, (2005). El mendigo chupapijas. Buenos Aires: Mansalva.
(3) Cecilia Palmeiro, (2009). Para ser bella hay que sufrir: escrituras y prácticas de la diferencia entre Argentina y Brasil. Tesis doctoral no publicada, cortesía de la autora, p. 209.
(4) Roland Barthes, (2008). Fragmentos de un discurso amoroso. Buenos Aires: Siglo XXI, p. 81.
(5) Pablo Pérez, op cit, p. 9.
(6) La fórmula artaudiana de Cuerpo sin Órganos es pensada por Deleuze y Guattari como algo que “se hace” y no “se es”. Es un devenir que consiste en desorganizar los estratos ya codificados del cuerpo, desnaturalizando las zonas consideradas de placer y las zonas de no placer. El Cuerpo sin Órganos es diferencia inmanente de una singularidad cuyo cuerpo se desplaza continuamente y hace que ya no pueda pensarse en términos de organismo. No es un tipo de cuerpo, sino un umbral que atraviesan los cuerpos compuesto de movimientos de intensidades. Cf. Gilles Deleuze y Félix Guattari, (2008). Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Valencia: Pre-textos, p. 158.
(7) Roland Barthes, (2009). La cámara lúcida. Notas sobre la fotografía. Buenos Aires: Paidós, p. 79. Según el autor, “muy a menudo el Punctum es un ‘detalle’, es decir, un objeto parcial”. El punto detalle funciona de este modo remitiendo a una forma del deseo de Cuerpos sin Órganos, objetos parciales y no organismos.
(8) “La diferencia es que la moral se presenta como un conjunto de reglas coactivas de un tipo específico que consiste en juzgar las acciones e intenciones relacionándolas con valores trascendentes (esto está bien, aquello está mal...); la ética es un conjunto de reglas facultativas que evalúan lo que hacemos y decimos según el modo de existencia que implica” Delueze, Gilles, “La vida como obra de arte”, en Conversaciones, Valencia: Pre-textos, 2006, p. 163.
(9) Hablando de los procesos de subjetivación según Foucault, Deleuze dice: “es estúpido intentar ver en ello un retorno al sujeto, se trata de la constitución de modos de existencia o, como decía Nietzsche, de posibilidades vitales. No la existencia como sujeto, sino como obra de arte”. Ídem, p. 156.
(10) Ídem, p. 160
(11) Pablo Pérez, op cit., p. 18.
(12) Íbid, p. 64.
(13) Roland Barthes, (2008) Fragmentos..., op. cit., p. 141.
(14) Pérez, Pablo, op. cit., p. 22
(15) .Íbid, p. 77
(16) Roland Barthes, (2004). Lo neutro. Buenos Aires: Siglo XXI, p. 128.
(17) Roland Barthes (2008). Fragmentos, op. cit, p. 38
(18) Roland Barthes, (2004). Lo neutro, p. 58
(19) Daniel Link, (2009). “La comunidad de los ausentes”, en http://linkillo.blogspot.com/2009/11/la-comunidad-de-los-ausentes.html
(20) Roland Barthes, (2008). Fragmentos, op. cit, p. 92
(21) Roland Barthes, (2005). Cómo vivir juntos, Buenos Aires, Siglo XXI, p. 49.
(22) Roland Barthes, (2009). La cámara lúcida... op. cit., p. 29
(23) .Íbid.
*Autor

Juan Francisco Marguch estudia Letras Modernas en la Universidad Nacional de Córdoba. Participa del grupo de investigación Incorporaciones. De la excepción humana al poshumanismo: (re)presentaciones del cuerpo sexuado y del programa de Género del Centro de Estudios Avanzados de la misma universidad. Contacto: