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New York
María Laura Caraballo*
Lo primero que me llama la atención cuando subo al “Air train” que me llevará desde el aeropuerto hasta Queens es un cartel que se multiplica por todas las paredes del vagón. Se trata de un cartel que advierte, por medio de fotos y grandes letras negras acerca de la importancia de estar alerta ante cualquier situación sospechosa.
Primera foto: una niña habla con un policía mientras con su dedo índice apunta hacia un sector que queda fuera del cuadro. Segunda foto: una viejita habla con dos policías y señala hacia la derecha. Tercera foto: una mujer morena de anchas caderas y labios carnosos con un niño en brazos habla con un grupo de policías. Todos tienen cara de preocupación. Cuarta foto: un hombre negro da explicaciones a un policía, que lo mira comprensivo. Última foto: tres policías rodean a un joven cuyo rostro delata rasgos turcos, árabes o de cualquier cosa menos de “yankee”- que vacía su mochila frente a ellos. “Don´t keep it to you”, reza el lema final del cartel.
Bajo del “Air train” en la última parada y hago combinación con el metro que en principio es tren y deja ver la ciudad a plena luz del día y luego se convierte en subterráneo. Llego a Roosvelt y 74 th Avenue y me doy cuenta que olvidé el mapa en Buenos Aires, en mi cuarto, en el escritorio al lado de la computadora. Revuelvo una vez más las cosas que guarda mi mochila, no todo está perdido, aún queda alguna esperanza. Mi mano se abre paso hasta encontrar en el fondo, impreso y arrugado, el email de Brian con las indicaciones necesarias para llegar.
Es casi mediodía y prácticamente no hay gente en las calles. Sólo se ven empleados o policías. Todos los empleados son latinos o indios, los policías son todos negros. Camino dos cuadras hacia la derecha, tal como sugirió uno de ellos. En la esquina donde debo doblar veo un camión de bomberos y autos de policía. Gente amontonada. Pienso en un atentado, el once de septiembre, CNN, mis papás mirándolo por Crónica en letras blancas catástrofe sobre un fondo rojo que cubre toda la pantalla del televisor: “ATAQUE TERRORISTA EN PLENO QUEENS”, y ellos sabiendo que yo estoy ahí. Pienso en Brian, esperándome tranquilo en su casa, o impaciente, con la certeza de que en la esquina del edificio hay una bomba a punto de estallar.
Sigo caminando y me acerco al grupo de gente que empieza a entonar con cierto matiz solemne una canción: “Debe ser el himno”, concluyo.
Un par de soldados allí reunidos se sacan el gorro y hacen una reverencia frente a una foto rodeada por guirnaldas rojas, blancas y azules que todos miran acongojados. Me siento algo incómoda e irrespetuosa cruzando por entre la gente, pero cruzo igual.
Llego al edificio donde debería estar el apartment 203 de Brian pero no hay ningún botón con ese número. Tampoco parece ser un edificio con doscientos pisos o semipisos. Toco al azar uno de los botones, un timbre suena y la puerta se abre.

Al día siguiente me despierto y me encuentro sola en el departamento. Abro la notebook que Brian me dejó, leo mis mails, y entre ellos veo uno suyo en el que dice que agarre lo que quiera, como si fuera mi casa, que puedo usar todo, que no me olvide de desayunar. Que hay “peanautbutter” en la heladera. Me emociono, siempre quise un desayuno yankee. Corro a la heladera, saco el peanutbutter. Lo unto en un pan. Es salado, no como la pasta de Bon o Bon. Es horrible.
Preparo mi mochila con todas las cosas, chequeo el mapa, repaso por décima vez cómo llegar al Central Park y cuando siento que estoy lista le mando un mensaje por facebook a Brian, le digo que ando sin celular (olvidé que la corriente eléctrica en EEUU es distinta y me quedé sin batería).
Antes de salir se me ocurre llenar una botella con agua filtrada. Abro la canilla para llenar la jarra filtradora, pero lo hago torpemente, como casi todo desde que llegué, y las 20 partes que conforman la jarra se desparraman en la pileta de la cocina. Vuelvo a armarla, pero nada encaja. Quiero cerrar la canilla, no hay caso. Intento otra vez, no puedo. Hago fuerza, traigo un repasador, no puedo. Abro cajones, no hay herramientas. No hay forma de cerrarla. Nico, la gata del amigo de Brian camina impaciente a mi alrededor. Apenas me la presentaron le dije a Brian y a su roommate que “Nico” era un nombre muy argentino para una mascota pero que era nombre de gato no de gata, que debería ser “Nica”. El roommate de Brian me respondió que eso ya lo sabía pero que no le importaba porque “Nico” sonaba mejor.
No puedo irme y dejar el agua corriendo. Pienso en pedir ayuda a un vecino. Me doy cuenta de que no tengo llaves y si salgo no podré volver a entrar, pero tampoco puedo irme pensando que el departamento va a inundarse. El agua sigue corriendo y yo sólo puedo pensar en que el agua es un recurso no-renovable, que en veinte años o menos va a acabarse y yo sólo estoy contribuyendo a acelerar el proceso. Nico me mira. Creo que voy a llorar.
Meto en la mochila el pasaporte, el mapa, elijo una zapatilla de las muchas que están apiladas dentro del guardarropas, la pongo entre el marco y la puerta, salgo y le toco timbre al vecino de al lado. Una mujer mayor, con ropa hindú y una mancha roja en su frente me abre la puerta. Le explico que no puedo cerrar la canilla y le pregunto por el portero. Ella responde en un inglés con un acento tan marcado que me cuesta descifrar.
Sale otra mujer y ella la llama. Es una mujer latina que hace 18 años que vive en el edificio y que no habla ni una sola palabra en inglés. Le explico que mi amigo no está, que me tengo que ir, que no tengo llaves, que no puedo cerrar la puerta ni la canilla, que no tengo teléfono, que me tengo que ir. Me siento una ladrona. Ella me observa durante unos segundos de pies a cabeza, finalmente detiene su mirada a la altura de la mía, frunce el entrecejo y comienza su monólogo: New York ya no es como antes, el vecino del cuarto piso es un vicioso, esa es la palabra que usa, “vicioso” dice, bajando la voz mientras gesticula con sus manos sobre la nariz, y además de vicioso parece ser que también se trepa por las ventanas y entra a los departamentos. Conclusión: que no puedo irme y dejar la puerta sin llave.
Vuelvo a explicarle que no tengo llaves. Ella le dice a la mujer hindú que vigile la puerta y me acompaña a ver al “super” - al portero- al segundo subsuelo.
Tocamos timbre y sale la mujer del super en camisón. Vuelvo a explicar todo. La mujer latina me deja con la mujer del portero y se va. La mujer del portero me dice que espere y me cierra la puerta en la cara. A los dos minutos la abre y me pasa el tubo del teléfono. Es el marido. El super. El portero. Explico otra vez toda la historia, esta vez a él. Me dice que no está en el edificio pero que va a mandar a alguien que me ayude. Que me quede en el departamento y espere.
Vuelvo al departamento, la mujer hindú me está esperando. Le pido el teléfono prestado y llamo a Brian a punto de reír o llorar. Brian me dice que no me preocupe pero el agua sigue corriendo, y yo sigo ahí, viéndola, calculando cuántos litros les estoy negando a las generaciones venideras. “Nico” maúlla y me mira fijo. Espero quince minutos pero nadie aparece.
Salgo al pasillo y la mujer hindú me pregunta si hay novedades. Decido tocar timbre a otro vecino, pruebo en diferentes puertas, pero nadie responde. La mujer hindú me explica que todos están trabajando a esa hora, lo cual suena lógico teniendo en cuenta que ya son casi las once de la mañana.
Me acerco a una de las puertas que quedaron sin tocar, apoyo la oreja sobre la madera, y compruebo que efectivamente hay vida del otro lado. Hay un televisor encendido. Toco. A los pocos segundos alguien contesta y me pide que espere. Al rato se abre la puerta y un hombre moreno como de dos metros de altura sale. Le explico mi situación. Después de escuchar con atención y paciencia, me pide que lo espere, cierra la puerta y al rato la abre dispuesto a ayudarme. Tengo miedo de que me viole pero no puedo quedarme toda la mañana mirando una canilla. Lo hago pasar, me cuenta que es de Trinidad y Tobago. Este hombre de dos metros y manos grandes tampoco puede cerrar la canilla. Finalmente corta el agua. Le agradezco y se va.

Una hora más tarde me encuentro con Brian. Tomamos un café small, traducido como super extra-large en Argentina, en un pequeño bar del barrio y vamos a la estación de subte para ir a Manhattan. Un tren repleto de todas las nacionalidades, religiones, colores y vestimentas vuelve a adueñarse de las entrañas de la tierra y las profundidades del río Hudson. Los oídos me zumban, se me tapan hasta dejarme sorda por un instante. Emergemos a la superficie otra vez y en unos pocos minutos llegamos a Manhattan. Al pie de las escaleras del subte una chica y un señor mueven los brazos y gritan en español:
-Jesús es la única salvación- nos advierten, mirándonos fijamente a los ojos, llenándonos de panfletos.
-Oh, my God- le digo a Brian.
Él me mira, levanta los hombros y ríe.

-¿Qué querés hacer?-pregunta
-Algo super yankee- respondo

Mirada atónita de Brian. Breve reflexión.
- Super yankee… ¿cómo qué?
-Como comer en esos restaurantes plateados por fuera con meseras con delantales rosas y gorritos de los años cincuenta como las de las películas.
-You´re such a tourist!- se ríe. -¿Querés ir a un dinner?

Mirada atónita de mi parte. Breve reflexión. Nunca me había puesto a pensar en el nombre oficial para ese tipo de restaurantes hasta ese momento así que me quedo callada.

Caminamos un rato largo, pero no encontramos ningún dinner, todos son más bien restaurantes modernos y amplios, al estilo dinner, pero no es igual.
Brian tiene que volver al trabajo, así que me deja sin meseras con delantales rosados y refill de café pero feliz en medio del Central Park. Me pierdo una y otra vez, me encanta.
Después de un par de horas de deambular por el parque y cansarme de perseguir ardillas que además de antipáticas no se dejan fotografiar, voy a ver las vidrieras de la Quinta Avenida. Primero entro a Tiffany´s y a la salida el negro alto de la puerta me pregunta si me gustó:
-Yes, but only possible in other life- le respondo.

Yo me río. Él también se ríe y me indica la puerta de salida.
Camino unas cuadras más y entro a un negocio de ropa donde los vendedores y vendedoras son top models. Las chicas son negras o rubias, altas, con sonrisas blancas, deslumbrantes, piernas torneadas que no terminan nunca. Si fuera lesbiana me acostaría con cada una de ellas, me dan ganas de tocarlas, de decirles:
-Son hermosas, las odio, en mi próxima vida quiero ser como ustedes.
Los hombres son negros y están con el torso al descubierto. Ellos no dejan de mostrar sus dientes perfectos y yo no puedo dejar de mirar esos dientes, esos torsos, esos brazos, esos cuerpos.
Finalmente me voy de la tienda, hago unos metros más y veo un cartel enorme dorado con una escultura de Mickey y Minnie Mouse.
Allí dentro todo, con su cara tierna de peluche dice “comprame”. Salgo a la hora con una bolsa.
Miro el reloj y me doy cuenta de que ya es la hora de encontrarme con Brian en la esquina acordada, apuro el paso y lo veo a la distancia, mirando para todos lados con el celular en la mano.
-What the fuck was I thinking when I bought this?
-¿Qué es eso? –pregunta.
¿Qué? ¿Qué carajo estaba pensando cuando compré esta mierda que obviamente no va a entrar en mi valija?
Brian tironea de la bolsa.
-Prometeme que no te vas a reír- le digo y saco un Mickey-bola, un Mickey-pelota-almohadón
-¿Te gusta Mickey?
-Lo odio. Siempre me gustó Donald.
-You´re such a tourist!- me dice, y tiene razón.
*Autora
María Laura Caraballo nació en la ciudad de Buenos Aires un 3 de enero de 1983. Estudió Letras con orientación en Teoría Literaria en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Asistió a distintos talleres literarios y participó en la revista virtual Interjóvenes. Desde hace unos años se desempeña como profesora de español para extranjeros como segunda lengua.