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Ventanas altas
de Philip Larkin, traducción de Marcelo Cohen
(Ediciones Gog y Magog, 2010)
María Lucía Puppo*

Hay poetas viscerales, que parecen haber escrito cada poema a flor de piel, llevando hasta el paroxismo su miedo, su amor o su rabia. Suelen abusar de la primera y la segunda persona porque sólo conciben la escritura como una ampolla que arde, un campo minado, una lucha cuerpo a cuerpo con el lenguaje. De ese combate los únicos trofeos pueden ser el grito estridente o el balbuceo, es decir, el desgarro del yo y de la palabra. Ni un verso de estos poetas parece trivial o ligero: pensemos en la última Sylvia Plath, en César Vallejo o en Paul Celan.

Y también hay poetas observadores, que hacen de la inteligencia un ejercicio paciente que ilumina la abulia de los días. A ellos les gusta mirar cómo cambian de color las hojas en otoño, de dónde sale la luna, cómo reaccionan los animales y las personas bajo la lluvia. Si en una punta gozosa de esta tendencia podemos situar a Yves Bonnefoy, en el extremo irónico y desencantando se ubica sin dudas Philip Larkin.

Larkin vivió entre 1922 y 1985 y permaneció siempre un escritor provinciano, sin el colorido de un irlandés. En su juventud participó de la oleada conocida como “the Movement”, que en los años cincuenta proclamaba una concepción escéptica y antirromántica del quehacer poético. Durante el resto de su vida no generó escándalos ni realizó grandes proezas existenciales: no se casó, no tuvo hijos y fue por décadas el bibliotecario eficiente de una universidad inglesa. La poesía de Larkin nace de la meditación y se expresa con humor amargo, combinando la perfección fónica –en el ritmo, la métrica y la rima- con un tono coloquial y sagaz. Sin despegarse de su tristeza congénita, los poemas celebran pequeños atisbos de belleza y hacen de esa falta de pretensión su máxima potencia.

High Windows se publicó en 1974 y fue el último libro de poemas de Larkin. Entre los temas que revisita se destacan sus versiones paródicas de la vida universitaria. Hipocresía, aburrimiento, burocracia e imbecilidad habitan los claustros y los pasillos, pero también los rituales colectivos de la playa, las fiestas y las celebraciones. Los compromisos sociales resultan un peso insoportable para el hablante huraño: “lo difícil que es quedarse solo”. Ni los cumpleaños ni las mujeres amadas intensamente pueden escapar de la trivialidad cotidiana. Detrás de cada acontecimiento se mueve el péndulo gris del nacimiento y la muerte, la juventud y la vejez, los vínculos y la soledad final.

La ironía de Larkin deconstruye, en primer lugar, el mito del escritor. Imagina a su futuro biógrafo describiéndolo como “uno de esos tipos de antes, naturalmente retorcidos”. Otro tótem con el que arrasa es la idea de nación, al proponer una visión apocalíptica de Inglaterra a punto de desaparecer entre pilas de basura y cemento. El sarcasmo provee piedras preciosas, como aquel pasaje que señala a los niños y sus “dueños”, o el comienzo memorable de “This Be the Verse” (“Sea este el verso”): “They fuck you up your mum and dad” (“Bien que te joden tus papis” en la traducción de Cohen). Distanciado de los gobiernos y de una población a la que únicamente le interesa el dinero, Larkin resulta siempre, en el pleno sentido de la expresión, políticamente incorrecto. A quien disfruta su crítica impiadosa de las instituciones y prácticas burguesas no puede sorprenderle que en cartas personales, publicadas después de su muerte, aparecieran comentarios racistas y misóginos.

El desprecio que siente por las personas arroja al poeta en la contemplación de los pequeños milagros naturales, como la llegada del verde de los árboles y el pasto recién cortado. Todo el libro puede ser leído bajo la óptica de un par de ojos implacables que observan a la distancia. No importa que se trate de los espacios de la civilización, del paisaje de la campiña o de un funeral que pasa, porque el efecto es el mismo que producen las “Ventanas altas”: primero abarcan el sol, más allá el aire azul, y luego apuntan a la nada que equivale al infinito. Esa misma desazón es la que experimenta el sujeto a las cuatro de la mañana, cuando regresa de orinar y es sorprendido por el paso del tiempo.

La meditación a partir de las mezquinas experiencias cotidianas da paso, al final del libro, a una reflexión posterior a un instante de tragedia. En el último poema el observador externo, que enumera sin juzgar, describe una explosión en una mina. Los detalles de la escena puntual hablan por sí mismos y es la tarea del lector ver (o no ver) allí una imagen de nuestro destino común, como la letra de una canción religiosa que indica que “los muertos nos preceden”. El texto reserva imágenes compasivas para las mujeres que ven venir a sus hombres muertos “dorados, como en las monedas”, mientras uno trae un nido de alondras que se ha salvado.

Se escribieron muchas páginas sobre la adjetivación en los cuentos de Borges, y otro tanto podría hacerse con respecto a la poesía de Larkin. El extrañamiento que producen “pueblos conyugales”, “un cielo desamueblado” y las “iglesias adornadas y locas” no se pierde en las logradas versiones de Marcelo Cohen, que buscan la literalidad tratando de no violentar demasiado la música. Por eso la lectura de Ventanas altas resulta un viaje ameno a bordo de un tren que avanza despacio, cargando el desencanto y la incertidumbre de un siglo.

*Autora
María Lucía Puppo es doctora en Letras e investigadora del CONICET. Enseña Teoría Literaria y Teoría de la Comunicación en la Universidad Católica Argentina. Publicó La música del agua. Poesía y referencia en la obra de Dulce María Loynaz (Biblos, 2006) y numerosos artículos que examinan problemas de teoría literaria y literatura comparada. Actualmente sus investigaciones se centran en la semiosis del espacio urbano que proponen los textos poéticos contemporáneos.