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El último caso de Rodolfo Walsh, una novela (1)
Elsa Drucaroff*
Prólogo
Julio, 1972
Doble bautismo

I

Temprano en la mañana un camión de la empresa Molinos Río de la Plata circula por la ruta Panamericana bastante vacía, seguido por una camioneta y un Fiat 1500. El camionero tiene unos cincuenta años, lleva colgados del espejo retrovisor una imagen de la Virgen de Luján y un pequeño portarretratos de plástico con las fotos de Perón y Evita. El conductor del Fiat hace un gesto a la camioneta, que se adelanta. Los otros dos jóvenes que viajan en el Fiat, Pablo y Mariana, observan la maniobra en tenso silencio.
De pronto suenan dos frenadas bruscas. La camioneta se cruzó frente al camión en el centro de la ruta. Del Fiat en movimiento saltan a toda velocidad Pablo y Mariana y corren al camión. Con movimientos precisos Pablo abre la portezuela, trepa revólver en mano y apunta al hombre a la cabeza. Mariana, que subió del otro lado, lo está apuntando también. Las manos les tiemblan y el camionero está inmóvil.
Pablo empieza a recitar un parlamento que evidentemente trae preparado; primero la voz le sale ronca, casi quebrada por el miedo, después va ganando confianza:
–Somos de la Organización Montoneros. Esta es una expropiación revolucionaria. Si te quedás tranquilo, no te va a pasar nada, vos sos un trabajador. Bajate despacio y callado.

El hombre empieza a moverse para bajar y Pablo le deja espacio para permitirle salir, sin dejar de temblar y de apuntarlo.
Entonces suena un tiro. Un agujero queda en el techo del camión y los tres se quedan tirándolo hipnotizados. Un segundo más tarde, Mariana busca los ojos de Pablo con espanto y alivio; él busca los del camionero, que se ha quedado petrificado en el gesto de descender. Ese chico de poco más de 20 años lo observa aterrado, como su hijo, una vez que por jugar con fósforos quemó la alfombra del living.
–Tranquilo, pibe –masculla sin moverse–, que vas a bajar de un tiro a un laburante peronista.


II


Ahora Pablo maneja el camión y Mariana va a su lado. Dejaron al conductor en la banquina, que esperará un rato antes de hacer la denuncia, tal como le pidieron. Están pálidos y en silencio.
El camión se desvía de la Panamericana, custodiado por la camioneta. Entran con dificultad por la calle de barro de la villa miseria. La gente sale, curiosa, a la puerta de las casas; algunos chicos corren a los vehículos.
El camión se detiene, Pablo baja y se trepa al guardabarros.
Estuvo a punto de matar a un hombre por pura torpeza pero lo olvidó, está eufórico. Abre la caja del vehículo y salta adentro.
Sonríe, porque llegó la parte linda del operativo. La carga es de botellas de aceite y paquetes de harina.
El conductor de la camioneta ha prendido el petardo de una bomba lanzavolantes que estalla y hace volar papeles por el aire, mientras Pablo, megáfono en mano, grita entusiasmado:
–¡Compañeros, Montoneros acaba de expropiar 1.000 litros de aceite y 4.000 kilos de harina a la empresa Molinos Río de la Plata, que pertenece al grupo multinacional Bunge y Born!
¡Montoneros viene a devolver al pueblo lo que es del pueblo, después de haberle quitado al imperialismo lo que el pueblo produce con su trabajo y su sudor! ¡Compañeros, hacer justicia social es continuar con la tarea que iniciaron Perón y Evita, por la que desterraron al general de su pueblo! ¡Luchemos y vuelve! ¡Perón o muerte! ¡Venceremos!
Desde la caja del camión, Pablo y Mariana se pasan con rapidez botellas y paquetes que entregan a la gente agolpada alrededor.
Los chicos festejan, unos adolescentes traen el bombo y empiezan a tocar y a bailar. Son sobre todo mujeres las que extienden las manos y reciben los alimentos; muchas sonríen, algunas miran con desconfianza, la mayoría con curiosidad. Se escucha “gracias” y hasta “gracias, compañeros”, “para mí más, que somos muchos”, “¿pero esto es robado?”.
Una mujer embarazada toma una botella de aceite de manos de Mariana.
–¡Qué bien viene!
Mariana le sonríe y mira a Pablo, que se quedó mirándola con expresión luminosa y un paquete de harina suspendido en la mano.
Y así reparte el camión su carga mientras la fiesta transcurre y lo rodea. Suena la voz que predica en el megáfono y Pablo y Mariana descubren que quieren estar juntos, por primera vez.


IX


Es de tarde pero todavía hay buena luz; por eso, desde el ventanal del décimo piso, la superficie del río es plateada y el horizonte, increíblemente límpido.
De pie, balanceándose, Walsh observa los libros de la antigua y solemne biblioteca que decora el living. Sonríe a su pesar cuando encuentra uno: primera edición de Los oficios terrestres; autor:
Rodolfo Walsh. Lo hojea pensativo y se detiene en un cuento. El coronel elogia mi puntualidad:
–Es puntual como los alemanes –dice.
–O como los ingleses.
El coronel tiene apellido alemán.
Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
–He leído sus cosas –propone–. Lo felicito.
Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado Filosofía y Letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.
Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido.
(2)
–¿Ya pasaron quince años? –pregunta König sonriendo, señalando el libro.
–No entiendo por qué no se enojó conmigo.
–¿Enojarme? Yo sé de literatura, Walsh, yo sé leer, no me gustan las cosas obvias. Usted me subestima, es igual que mi hija.
–Coronel… ¿para qué me trajo acá? No me haga perder el tiempo.
El coronel termina de servir dos vasos de whisky.
–No sea tan desconfiado, hombre. Y tenga un poco de paciencia. Sobre la mesa ratona hay un portarretratos con la imagen de una muchacha muy bonita. Usa una camisola oriental y jeans gastados, tiene el cabello muy largo y despeinado, sonríe con desafío a los muebles pomposos, a las antigüedades y a los cuadros valiosos que adornan el living. Walsh levanta la foto.
–Mi hija. Idiota útil –informa König–. Estaba estudiando Antropología. Estuvo este año en las manifestaciones contra el examen de ingreso a la universidad.
¿Me quiere decir para qué, si ella ya está adentro?
Walsh no responde.
–Hace años que me trata como si yo fuera un perro sarnoso; se fue de casa, la madre la ve. ¡Si supiera que usted está acá, conmigo, y yo me juego la vida...!
Otra vez Walsh sonríe pese a sí mismo. Está empezando a entender.
–Parece una persona interesante su hija. Yo no la vi nunca... Si me trajo para eso, le digo: no se preocupe, debe estar muy en la base, si es que milita. Una hija de militar siempre es un elemento valioso para nosotros. Yo lo sabría.
–Ojalá, ojalá sea así... ¿Qué edad tiene… tenía… su hija?
–Cumplió veintiséis precisamente ayer.
–La mía tiene veintitrés. Es una mujer, dirá usted, por qué me preocupo... ¡Pero es boluda, Walsh, tiene el virus de la época, y las boludas como ella, que creen que descubrieron la injusticia y la van a poder...!
El coronel gesticula y a Walsh le recuerda la exaltación que tenía quince años antes, cuando él buscaba el cadáver de Evita y el coronel lo había guardado ahí, en ese living, antes de que el gobierno militar que había destituido a Perón lo enterrara con otro nombre, en un perdido cementerio de Italia. Pero no le importa descubrir que el hombre envejecido es capaz de la misma euforia convencida y ridícula de otros tiempos.
–Coronel –interrumpe–, yo necesito saber qué pasó con Vicki. ¿Usted lo sabe?
–No.
–Cuando dice que me puede ayudar, ¿qué quiere decir?
–No lo sé. Creo que no mucho. Que puedo tratar de averiguar.
Lo voy a hacer, pero no le aseguro nada.
–¿Por qué? –Walsh se acerca, lo mira a los ojos.
–Bueno, usted sabe... Yo me retiré… Bueno, me retiraron en el 56, usted lo sabe. Hace tiempo que no estoy adentro aun que tengo muchísimos contactos y hasta ahora me mostraban bastante confianza, pero igual... Las cosas cambiaron, muchos grupos se cortan solos. Está la Marina...
–No, coronel, ya sé eso. Le pregunto por qué.
El ex coronel termina su whisky, llena los vasos otra vez, sonríe.
–Usted escribió un cuento. Lo leí cuando salió en un pasquín inmundo que usted dirigía. Había una sola cosa en ese pasquín, una piedra preciosa en medio de la bosta política: ese cuento. Lo leí. Después me compré el libro, ya lo vio.
–Era un cuento, coronel. No exagere.
–Yo estaba ahí. Yo. Y usted lo sabe. Y estaba esa mujer. Bah, no estaba. Escuche: yo le negué datos, esa vez. Ahora los datos ya no sirven, son de todos. Eran míos y yo se los negué. Pero le mostré algo que no es de todos, es de los que leyeron el cuento, de los que lo van a leer: le mostré que yo no era un hijo de puta. Le mostré que yo había hecho lo que creí correcto.
Y usted me dejó hablar. En el cuento, digo, usted me reivindicó, Walsh, usted me entendió...
–Era un cuento, coronel. Es verdad que hablamos... Pero eso era un cuento y yo no lo reivindiqué. Y somos enemigos.
–Mire, póngalo así: yo estudié Letras. Bah, Filosofía.
Pero hice materias en Letras. En realidad era lo que me gustaba, eso y la historia del arte. Bueno, se lo digo: yo soy militar pero me inscribí en Filosofía cuando terminé el Liceo. Era un oficial intelectual, digamos, un bicho raro.
El militar mira al guerrillero. Espera que le diga algo, que haga un gesto, pero el otro continúa mirando la pared.
–Hugo Ezequiel Anchorena lo admira a usted. Habla de sus cuentos policiales. ¿Lo sabía?
–¡Esos cuentos son una basura! ¡Por eso le gustan a Lezama, que es otra basura! El coronel se encoge de hombros.
–A mí me parecieron geniales. Perfectos. Obritas maestras de la inteligencia.
–Yo defeco, coronel –articula Walsh muy despacio– sobre las obras maestras de la inteligencia, si son ciegas ante los desposeídos.
–Qué pena. Menos mal que ya están escritas. Mire, la discusión no tiene sentido. Le guste o no, el director del diario de la Marina admira sus cuentos policiales. Y le guste o no, usted escribió ese cuento conmigo. Lo de su hija ya está acordado y yo si puedo se lo voy a averiguar.
Las últimas palabras esfuman el enojo de Walsh. Termina el whisky. Se levanta, le da la mano al coronel y es consciente de que lo que le va a decir es un modo de dar gracias.
–Para su vocación literaria: otra vez nos junta una mujer que no sabemos dónde está...
–La vida imita al arte, Walsh.
–Usa a mi hija para hacerlo… –replica Rodolfo con voz ronca–.
Bueno, coronel, le agradezco su ayuda.
–No es nada. Tómelo como el pago de una deuda.
Walsh sabe que tendría que irse pero algo le molesta.
–Mire, se lo tengo que decir, aunque por ahí se lo digo y usted ya no me quiere ayudar. Pero es la verdad... Sobre lo que me dijo antes...
–¿Sí...?
–Yo sí pienso que usted es un hijo de puta... Bueno, yo pienso que los de su bando son unos hijos de puta, y usted está en ese bando, y por lo tanto...
–Conozco el silogismo, hombre, se lo escuché a mi hija... Déjese de joder. Venga, lo acompaño a la puerta. Llámeme pasado mañana a ver si sé algo.
Cuando están saliendo, Walsh le pone la mano en el hombro. Es un gesto impulsivo que no puede evitar. El coronel se le acerca.
–Una sola cosa le pido a cambio –susurra–. Si de casualidad se entera... Se entera de que mi hija está en peligro...
–Se lo aviso, coronel, se lo prometo.
–Sí, por favor, avíseme. Y la agarro de los pelos, la meto en un avión, la saco a esta pendeja de mierda del país.
–Si le dan tiempo, coronel.

Notas
(1) Estos fragmentos corresponden a la novela llamada de esa manera (El ultimo caso de Rodolfo Walsh, una novela), les agradecemos tanto a la editorial como a su autora por permitirnos publicar dichos fragmentos.
(2) Fragmento de “Esa mujer”.
*Autora
Elsa Drucaroff es novelista, ensayista, crítica y docente. Publicó cuatro novelas, un libro de relatos. Publicó los ensayos Mijail Bajtín. La guerra de las culturas (1996) y Arlt, profeta del miedo (1998). Dirigió La narración gana la partida, volumen once de la Historia Crítica de la Literatura Argentina (2000). Sus artículos críticos aparecen en medios académicos nacionales e internacionales, y en medios masivos. Está terminando un extenso ensayo sobre narradores argentinos de las generaciones de postdictadura.