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El sur que era norte
El sur tiene un día, de Leonardo Saguerela (Gárgola, 2008)
María Laura Romano*

Si cuando se habla de narrativa es lícito preguntar qué contar (grandes o pequeñas cosas), me pregunto si en poesía el mismo interrogante también es válido. Porque ¿en el poema se cuenta algo? Por más repliegue lírico que haya o por más objetivismo militante, podríamos pensar que siempre hay un resto- bien secundario- de “anécdota”, mil veces metamorfoseado en otra cosa por la fuerza arrolladora y deslumbrante de la lengua poética. Siguiendo esta hipótesis, ese resto funcionaría a la manera de la lábil referencialidad que construye el poema, esa que Kristeva englobó bajo la modalidad simbólica siempre subyugada y deformada por las coerciones rítmicas de la poesía.

¿Y en este texto de Leonardo Saguerela, narrador además de poeta, qué se cuenta? ¿Qué pasa en los márgenes de El sur tiene un día? Lo que asoma con el correr de los versos es un tiempo ordinario, el del día a día normal, donde no hay grandes sobresaltos. Una mujer que se “antoja cotidiana” en un casi oxímoron lingüístico porque lo diario se resiste, por lo menos en principio, a albergar el puro capricho y parece ser sólo tedio; la suma de días iguales, “el paso rítmico del tiempo/ que compone la vida/ sin necesidad/ sin meta/ todo tan precario”; la insistencia en la mujer, ahora “hecha un objeto manso”, inocuo e indoloro frente al sentimiento; el verse desnudos y “sentir nada”, “besos congelados” que “ayer eran deliciosos” y la ruptura amorosa sin asumir la intensidad para ser cabalmente un acontecimiento: “ella era parte de mi vida/ éramos uno solo/ hasta que dejamos de serlo/ no fue algo intenso/ ni difícil/ sólo dejó de suceder”.

Pero esa tersura de lo cotidiano, esa realidad aplastante que no parece tener ningún micro- corte por donde hincarle el diente y masticar, no aparece en este poemario de Saguerela libre de todo cuestionamiento. En el registro que hace el poeta de los que evocan como “viejos melancólicos” surgen los escritores “memoristas o elefantes paridores” que “eyaculan anécdotas y fabrican libros con los pies/ se inyectan subcutáneas en plena rehabilitación de intravenosas”. Haciendo una gran torsión, enfrentando el texto al espejo consigo mismo, eso que el poeta mira con ternura de adulto maduro, que está todavía más acá de la chochez, ¿no podría funcionar a contrapelo de todo el poemario? Otra vez, más allá de toda intención de escritura, ¿no hay algo de envidiable e irónico en “eyacular” anécdotas? Si todo es tan ruin, igual de ordinario, ¿no harían bien los estimulantes o alguna que otra inyección intravenosa? En este sentido, la escritura poética de Saguerela, no escapa, tal vez a su pesar, de los tintes melancólicos, de la melancolía por una pérdida fantaseada (paradoja freudiana asumida: siempre extrañamos lo que no tuvimos). El poema final, marcado por el registro contrafactual, dice

hubo otro sur en mi vida
un país que era todo norte
conocí una chica allí
que me dio su mano
mientras caminábamos
por La Candelaria

allí supe que la vida y la muerte
son una única cosa
y que sería una bendición
recibir una bala en ese suelo

que mi sangre le pertenece

hubo otro sur que era norte en mi vida
en donde conocí a una chica y a un lugar
en donde debí nacer

Ese otro sur, diferente que el que da título a todo el libro, ese que es norte del poeta, fundaría -también en un registro bien contrafactual- otra escritura. El poemario, al igual que el poeta, encontraría otro nacimiento y, tal vez, otra vida. Leer desde el final podría ser, por tanto, un ejercicio de imaginación de reescritura poética.

Pero hay también otra idea que asocio al norte/ rumbo del poeta y de los poetas, y ya no específicamente a Saguerela. En esta dirección, no se trataría de ingresar al mundo de las historias extraordinarias, sino de poder experimentar desde lo más adentro posible lo que la lengua de la poesía tiene de extra- ordinario (y léase este adjetivo literalmente, lejos del subjetivema). Si falta intensidad en el material, ¿qué pasa cuando no hay intensidad en la lengua? En realidad, podríamos imbricar uno y otra como pensó Bajtín cuando acuñó su categoría de género: ¿qué tal si la poesía también fundara una realidad, sólo accesible a ella, pero cuya existencia sólo es posible de estatuirse en el proceso mismo de corporización de las formas poéticas? Asumiendo esto, el riesgo que correría este poemario sería que lo anodino del día a día se vuelva la mueca irónica de una lengua poética que no encuentra todavía su rumbo. El antídoto lo encontraría el mismo texto en el único suceso (¿humano?) registrado. Porque finalmente tal vez se necesite un poco de cohabitación animal, de mundo no humano, para desentumecer la lengua:

querer a mi gata es lo único
que conozco
y nadie va a sacarme eso
el éxito de nuestra relación
es mi único suceso humano
y nadie va a sacarme de eso

*Autor
María Laura Romano nació un laborioso 1º de mayo de 1981 en la ciudad de Lomas de Zamora. Al poco tiempo emigró a Capital, donde pasó un corto período de su infancia. Ya devuelta al Gran Buenos Aires, cursó sus estudios secundarios en un colegio de Quilmes, donde reside hasta hoy. Egresó en 2006 de la carrera de Letras de la UBA. Formó parte del equipo redactor de la ya desaparecida Zona Churrinche. Actualmente da clases de Teoría Literaria y de español a extranjeros, coordina talleres de escritura y continúa estudiando