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Los pichiciegos
Capítulo 8 (Primera parte)
Fogwill*

Tiempo después la radio de los británicos transmitió algo de dos monjas que nadie pudo oír bien, porque estaban carneando una oveja en el almacén. El mismo día, el Turco contó que los de Intendencia habían hablado de las monjas aparecidas y que toda la tropa –lo que quedaba de la tropa- andaba muerta de miedo por las aparecidas y que ya nadie quería patrullar, con más miedo a las monjas que a los tiroteos británicos, que en esos días estaban amainando.

-Pero aquí, el que ande con miedo, se vuelve al Ejército- avisaron los Magos, y de a poco, los pichis fueron hablando cada vez menos del tema, aunque se los veía más dispuestos a discutir de religiones y a escucharle al tucumano las historias de vampiros y de los hombres tigre que, según él, aparecían de noche por las sierras de Famaillá.

Lo más hablado: lo más hablado eran las quejas. Conscriptos, suboficiales y oficiales, siempre con quejas, meta quejarse. Después, entre la tropa, lo más hablado eran las cosas de los británicos. De los británicos se hablaba mucho entre los que seguían peleando, quiere decir: entre los que podían seguir aguantándose los cañonazos de los barcos, los cohetes y las bombas aéreas y los tiros que se venían de frente.

Pero después del tema de las quejas y del tema de los británicos, lo más hablado fueron ellos: los pichis y las aparecidas.

Aquellas dos y ellos veinticuatro –que habrán sido cincuenta con los entrados y salidos y los perdidos y los muertos- eran las cosas más habladas de la tropa.

Y era una suerte lo de las aparecidas, porque con tantas historias de brujería que se dijeron de ellas y todo lo que se agrandaban esas historias y las de los pichis, nadie los iba a buscar más, porque los chicos se pensaban que los pichis también eran aparecidos y los comandantes –si alguien decía que lo rondaba un pichi- creían que era una superstición de la tropa que se inventaba historias poder ilusionarse con algo, a falta de comida.

Esto se puede confirmar preguntando a cualquiera de los salvados: se hablaba de británicos y de quejas, después se hablaba de las aparecidas y después de los pichis, que según ellos eran muertos que vivían debajo de la tierra, cosa que a fin de cuentas era medio verdad.

¿O no era verdad que vivían abajo de la tierra?

Que eran muertos no. Aunque alguno de los pichis de la chimenea ancha –los dormidos- pudo haber creído alguna vez que estaba muerto y que toda esta historia se la estaba soñando su alma en el infierno: los limbos abundan. ¿No?

Pero si algún pichi creyó que estaba muerto, no lo habló nadie, por miedo de que lo echen al frío, que es peor que morirse.

En cambio, como la mayoría de los pichis eran dados por muertos de la tropa (más de uno habrá enterrado a alguien y por asco de toquetearle entre la ropa buscando la identificación habrá dicho el nombre de algún soldado que faltaba), cuando alguno de los que seguían peleando cruzaba a un pichi conocido que iba a cambiar algo con Intendencia, decía que había visto a un muerto engordado y con barba, y entonces todos soñaban que los pichis eran muertos que habían engordado comiendo tierra debajo de la tierra.

Los que cambiaban cosas con los pichis veían la verdad. También los británicos, pero a ellos no les interesaba los pichis ni las aparecidas: querían ganar, pedían favores, regalaban cosas y –los Reyes lo pudieron ver muchas veces- miraban a los pichis con un poco de lástima.

Famoso se volvió el pichi Dorio. Lo habían dado de baja los de su batallón cuando vieron unos helados y los taparon con la nieve: como él faltó ese día –porque se había ido con los pichis-, lo dieron por muerto y hasta avisaron al regimiento. Dorio era uno de los pichis que iban a la playa, juntaban huevos de pingüino y rastreaban en la rompiente buscando restos de naufragios ingleses. En esos botes de naufragios se conseguían cosas útiles: raciones inglesas –más frescas, más sabrosas-, herramientas, abrigos y hasta agua pura en latas.

Volvían de la playa con Rubione y García. Se habían juntado los tres para desarmar un bote y venían cargados de cosas cuando pasaron por unas carpas abandonadas en el borde de la estancia de Percy. Era bastante oscuro, apenas se distinguía la forma de las carpas y caminaban muy tranquilos cuando escucharon gritos y puteadas.

Se acercaron despacio, sin hacer ruido, para ver quién andaba por ese campamento ya olvidado, y oyeron la voz de un oficial que estaba gritando y amenazando a alguien.

Frente al tipo, en el suelo, a la luz de una linterna caída, había un soldadito. Era un chico escuálido. Parecía no tener ni la edad de conscripto y lloraba. El capitán gritaba:
-¡Diga que es un británico hijo de puta! ¡Dígalo diez veces!
Y el chico recitaba:
-Soy un británico, soy un británico hijo de puta…
-¡Más veces, diga!- ladraba el oficial.
Y el chico repetía, con la voz cortada por el miedo y el frío.
-¡Béseme las botas cagadas! ¡Soldado! – mandaba el perro.
Y el chico se arrastraba por la luz de la linterna y lloraba y le besaba las botas.
A todos les dio asco. Asco, rabia, todo eso. El tipo ahora amenazaba:
-A ver: ¡chúpeme la pija! ¡Soldado! – y se soltaba la bragueta con la izquierda mientras seguía apretando la Browning en su derecha.

Entonces vieron que Dorio tiraba las bolsas a la nieve y se le iba de atrás al oficial, justo cuando el soldado estaba por empezar a arrodillarse, muerto de miedo, temblando, y oyeron la explosión, o el tiro: un ruidito.

Sonó muy suave, como una veintidós, y le pegó en la espalda al tipo, porque se vio que soltaba la pistola con desgano y apenas se tambaleó, antes de darse vuelta, como mirando qué pasaba.

Entonces el soldadito escapó hacia un médano que había ahí cerca y se perdió en la oscuridad, mientras los otros pichis notaban una cosita verde en la espalda del gabán del milico, una manchita que iba creciendo y que el hijo de puta no supo qué era, porque seguía buscando dónde estaba el que le había tirado.
-¡Qué pasa!- gritaba el hijo de mil putas sin entender.

Pero los pichis sí entendieron y Rubione codeaba entusiasmado a García para que viera cómo la lucecita verde pegada en el gabán empezaba a crecer, y se diera cuenta de que Dorio le había tirado con una de esas bengalas de auxilio de los botes ingleses.

Dorio, para entonces, se había escapado y los llamaba desde el médano. Ellos corrieron dándose vuelta, porque no querían dejar de ver cómo la luz verde crecía, se volvía grande como un plato, después se hizo como toda la espalda, y después fue todo el cuerpo, la cabeza y los brazos del hijo de remil putas que aullaba y hacía señas como de auxilio. Ellos se quedaron un buen rato en el médano mirando cómo se revolcaba por el suelo mientras el aire les llevaba un olor a carne quemada, que parecía asado en mezcla con humo de cohete.

Cuando Rubione bajó del médano para robarse la linterna que había quedado prendida cerca del fuego verde, vio que por donde se había arrastrado el oficial queriéndose apagar, había nada más un montón de cenizas calientes, que cuando alguna de las rachas del viento frío de aquella noche les soplaba por encima, largaban un chisporroteo verdoso.

Uno –suelo pensar- se alegra de que sucedan estas cosas.

El soldadito nunca apareció. Les hubiera gustado llevarlo para los pichis. Parece que había reconocido a Dorio, porque había sido de su batallón, y que anduvo después por el pueblo contando que lo había salvado un pichi muerto –el pichi Dorio-, al que se le hizo fama de quemar con rayos verdes de bajo tierra a todos los degenerados que por entonces empezaban a abundar.

Y siempre que moría o desaparecía un hijo de puta, se le echaba la culpa al pichi Dorio, el milagroso.

Si el chico aquel no se murió y vive en alguna parte, todavía hoy debe creer que vio una aparición y el recuerdo de aquello verde saltando y arrastrándose nunca se le va a ir de la cabeza, porque esas cosas, de la cabeza, en una vida, no se borran así nomás.

Aclaración
Agradecemos al autor por habernos permitido la posibilidad de reproducir este capítulo de su novela.
*Autor
Rodolfo Enrique Fogwill, más conocido como Fogwill, nació en Buenos Aires en 1941. Es sociólogo. Fue profesor titular de la UBA, editor, ensayista y columnista especializado en temas de comunicación, literatura y política cultural. Entre sus obras se encuentran El efecto de realidad, Los Pichyciegos, Pájaros de la cabeza, Muchacha punk, Vivir Afuera y Urbana, entre otras.