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La pichicera en la filigrana de los gimnasios
Alejandro Droznes*

Los pichiciegos (1) y La guerra de los gimnasios (2) son dos novelas sobre la “guerra” y la “paz”. No sobre la guerra y la paz, sino sobre las comillas que es preciso usar para aproximarse a dos conceptos (y a dos situaciones: de eso se trata) que, aparentemente opuestos, sin embargo se incluyen.
¿Cómo diferenciar y articular dos elementos que se incluyen el uno al otro? Michel Foucault, en «La guerra en la filigrana de la paz» (3), interroga el principio de Clausewitz para delinear el modo en que, históricamente, paz y guerra dejaron de ser comprendidos como términos de una oposición para empezar a ser vistos en una relación de inclusión: la paz incluye la guerra y la supone. Este trabajo interrogará las formas en las que esa relación de oposición es, en estas dos novelas, desenmascarada como una relación de inclusión y continuidad a través de la economía.

“Aquí se hace más difícil de ver”, responde Quiquito al psicólogo en la página 99 de Los pichiciegos. Ese “aquí” es la ciudad de Buenos Aires, un departamento en la avenida Las Heras desde el que se puede ver el río. “Aquí” es también un “ahora”, un indicio temporal: se trata de un espacio en el que, por el momento, no hay guerra. El diálogo prosigue y Quiquito, cuestionando la posición del psicólogo, agrega: “No. Ni parecido es: pensá en el frío. Pensá en el miedo. Pensá en la mierda pegada contra la ropa. Pensá en la oscuridad y pensá en la luz que cuando te asomás te hace doler los ojos. Eso no tiene nada que ver con lo que pasa aquí”.
Encontramos, en esta escena, dos posiciones: una que sugiere que guerra y paz son parecidas (“Posiblemente parecido… -le dije, casi preguntando”) y la otra que niega ese parecido. Pero esta segunda posición, como se hace evidente cuando se la analiza, no difiere mucho de la primera: quien no ha estado en Malvinas ha sugerido que hay un parecido, y quien ha estado y ha vuelto lo niega rotundamente; pero su principal apelación es al clima: paz y guerra no pueden equipararse porque, simplemente, en la guerra hace más frío. Sin embargo, algo en común han de tener: “Aquí se hace más difícil de ver”.

Cabe preguntarse si Quiquito ha estado en la guerra. Ha estado en Malvinas y ha visto y sentido la guerra, pero no lo vemos peleando. La ficción se ahorra ese dato. Cabe preguntarse también si alguien ha estado en la guerra. Los personajes que no son pichis están, como ellos, negociando o acumulando: helándose la mano para cobrar una jubilación, buscando armas entre los muertos, mostrando los papelitos de rendición. Hay quien muere (el primer Viterbo) pero lo hace traficando telas y lana. Quiquito ha estado, más que en la guerra, en la economía.
La crítica ha señalado esto acertadamente y hasta el cansancio (4), pero es necesario decirlo una vez más: en Los pichiciegos la guerra se disuelve en la economía. Ahora bien: es tal la intensidad de esta disolución que hemos seleccionado algunos pasajes que, lejos de repetir lo mismo, señalan con fuerza creciente la presencia de una ley económica en el discurrir de la vida pichi: “Cuentan que cada uno de esos cohetes británicos les cuesta a ellos treinta veces más caro que los mejores jeeps británicos” (p. 22); “Si te vas a morir, avisá antes, así anoto que va a sobrar comida” (p. 44); “¿Por qué no hablan en orden? –pedía Pipo, como si tuviera que anotar las existencias de un almacén de opiniones” (p. 55); “(…) el Turco. Casi se sabía todas las existencias de memoria” (p. 33); “Los que cambiaban cosas con los pichis veían la verdad” (p. 85). Estas citas dicen lo obvio (que los pichis viven calculando) pero también que el jefe conoce perfectamente el estado del almacén (dato significativo si pensamos en la figura de Pipo, que parece tener una capacidad específica y exclusiva) y que la verdad se ve en el intercambio: es económica (y posicional, como definía Foucault en «La guerra…»).

Sería hora de ubicar a la economía como pieza de contacto entre la “guerra” y la “paz”. ¿No es la economía un tipo de movimiento que se piensa como intrínsecamente incluido en la paz? Es cierto: la guerra no elimina ni suspende la economía, pero tampoco la acepta a secas. De ahí que se hable de “economía de guerra”. Pero no es ésa la economía de los pichis: la economía de los pichis es, si tomamos en cuenta la fluidez de los intercambios y el llamativo hecho de que los pichis se convidan comida y dejan sobras, casi normal. La economía es el factor común de la guerra y la paz, y si la paz puede hacerse presente en Malvinas, en la guerra, es gracias a la predominancia, en una situación concreta y puntual, de la economía.
Pero ¿por qué decimos que “la economía es el factor común de la guerra y la paz”? La economía introduce un nomos que es administración, ley, y allí es donde podemos encontrar ese rasgo común a la paz y la guerra, ese rasgo que permite imaginar dos filigranas: una paz en Malvinas y una guerra en el Flores menemista. La economía no es sólo una palabra ni un concepto, sino que es ya una ley que, como tal, supone el derecho y, por lo tanto, como afirma Walter Benjamin en «Para una crítica de la violencia» (5), la violencia.

Antes de establecer relaciones y elaborar comparaciones entre Los pichiciegos y La guerra de los gimnasios vamos a centrarnos en la novela de Aira para analizarla según la perspectiva desarrollada hasta aquí.

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La guerra de los gimnasios es sintácticamente, como construcción nominal, una frase ambigua. No hay necesariamente una manera única y exclusiva de entender este título. Es cierto que la primera intuición tiende a parafrasearla como ´la guerra que se da entre los gimnasios´, y también es cierto que aquello que la novela exhibe de manera más inmediata parece sostener esta interpretación, pero no es menos cierto que de esto no necesariamente se debe deducir que el título se está refiriendo a una guerra entre gimnasios. El ´de´ del título nos permite desplegar otros significados posibles: puede tratarse de una guerra que se desarrolla en los gimnasios, cuyas partes oponentes desconocemos, y también puede tratarse de una guerra que los gimnasios, juntos, libran contra algo o alguien. Ahora bien: no se trata sólo de interpretar el título, sino de interpretarlo con un ojo en lo que la novela trama. Así, debemos descartar que el título se esté refiriendo a una guerra que solamente se desarrolla en los gimnasios: está claro que los gimnasios son, además de escenario, actores de la guerra, y también está claro que la guerra se desarrolla en otros lugares de Flores que no son los gimnasios. Nos queda, entonces, la posibilidad de que el título se parafrasee así: ´la guerra que los gimnasios libran, pero juntos y no entre sí´. ¿Podemos decir que esta interpretación se sostiene en la novela? Ciertamente, podemos asegurar que no se trata de la interpretación más cercana a aquello que la novela exhibe: la novela exhibe una guerra entre gimnasios. Pero, por fuera de lo que la novela exhibe, ¿podemos encontrar, en el texto, algún otro conflicto, más vasto quizás, en el cual ambos gimnasios estén involucrados pero no enfrentándose el uno al otro sino participando de otro modo?

La guerra de los gimnasios es, como muchas de las novelas de Aira, un texto delirante. Sobre el final Ferdie vuela agarrado a un cisne, un gigante avanza sobre Flores, una liebre se materializa, etcétera. En ese sentido, podría pensárselo como un texto ajeno al contexto o, en todo caso, ajeno al discurso sobre la sociedad cuyos temas, durante el gobierno de Menem, fueron la pobreza, la desigualdad económica, la frivolidad y el desmantelamiento del Estado. Sin embargo, La guerra de los gimnasios está poblada de pasajes en los que, si bien no llega a tener lugar el tono de ese discurso, hay datos que, más o menos directamente, nos remiten a los contenidos de ese discurso. Los repondremos, a continuación, casi sin omitir ninguno, no por el placer de acumularlos sino para mostrar que la recurrencia con la que aparecen quizá nos esté indicando otra clave de lectura del título y de la novela: “¿Por qué no iba más gente al gimnasio? Se decía que los gimnasios eran una moda, una locura colectiva, el negocio del momento. Pero el Chin Fú (…) siempre parecía desierto” (p. 50); “por exceso de medidas de seguridad” (p. 57), “Se pasa el día ahí adentro, mirando televisión” (p. 58), "Y con el crepúsculo salía una población extraña, provista de sus propias leyes (...) Aunque pacífica, la invasión tenía un regusto amenazante (...) Era como si vinieran a plantear una cuestión de vida o muerte"(p. 63-64), “un juego tan frívolo como una guerra de gimnasios” (p. 65), “¿Te parece que voy a tener para la cuota, yo? Lavo los pisos” (p. 66), “cien empleados a la calle” (p. 69), “A esta hora mira unos dibujos animados y se emboba de tal forma que podría pasarle tren encima y no se daría cuenta” (p. 87), “No es tanto él lo que me preocupa, como la fuente de trabajo” (p. 111), “Ferdie, ahora lo único que te queda es salvar tu empleo” (p. 112), “había una huelga de ferroviarios que ya duraba tres meses, así que no pasaría ningún tren” (p. 114), “porque ya no nos preocupa sobrevivir, como en una selva; a los que les preocupa es a los cirujas (…) Con nosotros, es sólo el sexo” (p. 118), “el fin de la Argentina” (p. 135), “ya estaban sobre la inmensa villa miseria al sur de Flores” (p. 142).

¿Cuál es, entonces, la guerra que los gimnasios libran, si no es una guerra entre ellos? Nos apoyaremos en dos escenas del libro para empezar a sostener lo siguiente: la guerra que los gimnasios libran es contra el discurso que critica al modelo menemista, contra el discurso que focaliza la realidad social como drama. Es, como la de Sun Tzu, una guerra de la distracción y no del contacto. Es, finalmente, una guerra de y por la visibilidad.

La primera de las escenas a la que nos remitiremos se encuentra en la página 105, donde leemos: “Una sombra se movía en un montón de basura. Estalló en un grito de karateca y las bolsas saltaron en todas las direcciones”. Este pasaje nos permite identificar y articular aquello que el texto exhibe, el conflicto “bélico”, junto con la temática “social” que, según sostenemos, también estructura la novela y justifica la presencia de la palabra ´guerra´ en el título. El karateca es la figura con la que podemos identificar la guerra entre gimnasios, y la basura introduce el mundo de los cartoneros que ya ha sido caracterizado en la página 63. Ahora bien: ¿cómo están articuladas estas dos realidades en la escena? Podemos decir que una se esconde en la otra (“Una sombra se movía en un montón de basura”) y que, cuando una aflora (“Estalló un grito de karateca”), la otra desaparece o se difumina (“las bolsas saltaron en todas direcciones”). Sería imposible, parece, captar las dos realidades al mismo tiempo. La aparición de una supone la desaparición de la otra. Pero no se trata de una relación de reversibilidad: la realidad del karateca desplaza a la realidad de la basura pero no viceversa. Y la atención de los cuatro fugitivos debe desplazarse de una realidad a otra.

El otro pasaje que nos parece particularmente significativo para esta lectura, porque allí nuevamente se enhebra la problemática bélica con la social, es el diálogo que encontramos poco antes del final, en la página 138, entre el agigantado Chin Fú y Ferdie:

“-Yo creía… Quiero decir, había oído hablar…
-¿De la guerra de los sexos?
-Sí.
-También habrás oído hablar de la guerra del Bien contra el Mal, de los Pobres contra los Ricos…
-…del Chin Fú contra el Hokkama –propuso Julio desde el hombre derecho.
-Sí, eso también, ¿no, Ferdie?
-Sí.”

El gigante, como al azar, enumera algunas guerras hasta que es interrumpido por Julio. De las dos que alcanza a enumerar, la segunda es la que nos interesa, porque podría llegar a sostenerse, teniendo en cuenta lo que la novela cuenta, que ésa es la guerra de los gimnasios. Justamente, cuando Julio interrumpe al gigante es para dar, como ejemplo, la guerra entre los gimnasios. Pero la respuesta de Chin Fú deja traslucir un dejo de desprecio en el “eso”, en el “también” y en el hecho de buscar una confirmación en Ferdie, personaje ignorante si los hay. Como si dijera “ah, sí, eso también” pero restándole importancia.

La tensión que sobre el final del libro se postula como fundamental es la tensión entre los sexos. Ese es el conflicto sobre la que la novela, a través de uno de sus personajes, se permite teorizar. ¿Es ésa, la de los sexos, entonces, la guerra de los gimnasios? Porque podríamos dejar de lado los indicios relativos a las problemáticas económicas y sociales para ubicarnos en el que aparentemente es, en la novela, otro terreno: el aprendizaje sentimental de Ferdie. De hecho, La guerra de los gimnasios es una atípica novela de aprendizaje. La novela trata, quizás centralmente, sobre el acceso de Ferdie al amor. Ése es el propósito que se anuncia desde el primer párrafo con la famosa sentencia sobre el deseo y el miedo, y en el arremolinado final es también la nota que se subraya como estructurante de una totalidad poética del relato, tanto en la escena del terraplén (“Y era inteligente, lúcida, decidida. (…) Quizás esta noche extraña reservaba todavía para él algo grande, grande como el amor”, p. 121), como al despertar de un sueño (“Al fin localizó el detalle diferente: faltaba Valencia. -¿Y Valencia? Julio suspiró como diciendo ´Por fin preguntás´”, p. 124), como sobre el final (“Se encogió de hombros, y Valencia soltó una risita”, p.142).
Ahora bien: si la novela es una novela sobre el aprendizaje amoroso de Ferdie, ¿qué dice el texto sobre este punto? En la página 140, el gigante también teoriza sobre esto: “la fantasía de base en ese terreno es la disponibilidad de las mujeres. Eso es lo que está latente en tu vida: la joven desamparada, más bella que todos tus sueños, que se pone en tus manos, en todo su abandono, porque no tiene nada ni a nadie en el mundo… En los hechos, fuera de tu cabeza, esa fantasía se apoya y se apoyará siempre en la existencia de los pobres”.

Esta idea de la unión entre amor y pobreza no sólo está teorizada sino también narrada: la mujer que podría ser quien finalmente le revele el amor a Ferdie es Valencia, quien, disfrazada, es también el joven flaco y pálido que sostiene en primera persona el desesperado discurso de los trabajadores (p. 66).

Es decir que, incluso si olvidamos todas las señales de penuria social que la novela porta, y nos centramos en la fábula emocional de Ferdie, de todas maneras desembocamos en el terreno de la pobreza y del discurso social.

Habíamos dicho que la guerra de los gimnasios es una guerra de la distracción y la visibilidad. La escena del karateca en la basura es quizás la más ilustrativa a este respecto, pero no la única: “Los demonios del Hokkama estaban en todas partes. Estaban y no estaban, ésa era su estrategia. Caían por las ventanas, se descolgaban de los techos, como un chaparrón, rompían vidrios, luces, aparatos, creaban una distracción… (…) De hecho, el grueso de los esfuerzos se concentraba en que la actividad prosiguiera como si nada pasara” (p.58); “Ferdie, fiel a las instrucciones, miró para otro lado” (p. 60); “Hokkama se propone nada menos que el control de la Argentina. Todo parte de una hipótesis sobre la percepción” (p. 116); “Miró hacia abajo: ya estaban sobre la inmensa villa miseria al sur de Flores. Después alzó la vista al camino de estrellas dispersas por el que se precipitaban” (p. 142). El párrafo quizás más explícito en cuanto a la creación de una distracción (de hecho, el menemismo es visto como un gran dispositivo de distracción que ocultó, mediática y espectacularmente, realidades económicas y sociales) es el primero, pero incluso éste no es tan fácilmente comprensible: cuando se piensa en distracción, se piensa en una distracción que facilite un ataque, pero en este caso la distracción es el ataque. Y si el ataque es la distracción, la guerra es una guerra de distracciones y atenciones.

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En primer término habíamos sostenido que en Los pichiciegos la guerra se disolvía en la economía, y que esta misma afirmación era de algún modo inexacta: es cierto que la guerra, al devenir económica, se parece bastante a la paz (el mejor ejemplo es la pichicera). Pero también es cierto que toda economía, y toda paz, se fundan en una ley (el nomos de la economía) y un derecho que han sido precedidos por la violencia y la guerra, con lo cual hay allí, siempre, una relación de reversibilidad que Los pichiciegos y La guerra de los gimnasios exhiben de manera quizás ejemplar: la novela de Fogwill trata de imaginar la paz en Malvinas, mientras que la de Aira intenta lo inverso. ¿Cómo lo hacen? ¿Qué dispositivo ponen en juego para lograr llevar cada situación particular a su reverso? En el caso de Fogwill es más o menos evidente: una comunidad económica que necesita, para funcionar, distanciarse de la violencia (“De vez en cuando venían vibraciones, explosiones, la guerra”, p. 63). Y en el caso de Aira, si bien no llega a ser evidente en lo inmediato (lo evidente, que es la guerra entre gimnasios, tiene que ser dejado a un lado), los gimnasios funcionan como máquinas de distracción que montan “un juego tan frívolo como una guerra de gimnasios” (según leemos en la página 65) para que la atención no recaiga sobre aquella otra situación (la de los cartoneros) que, para su descripción, reclama palabras como “invasión”, “amenazante”, “vida”, “muerte”.

Es momento de establecer una comparación de los textos. Para llevarla a cabo, nos centraremos en aquello que Quiquito señala, además del clima, como diferencial de la guerra respecto de la paz: la ropa o el disfraz (“Pensá en la mierda pegada contra la ropa”) y la luz (“Pensá en la oscuridad y pensá en la luz que cuando te asomás te hace doler los ojos”).

Comenzaremos por la luz. Nuevamente en la página 64 de La guerra de los gimnasios, se lee: “Y aunque debía ser una vista precisa y penetrante, era oscura, y Ferdie nunca había visto sus ojos. No podía extrañarle, ya que él era una criatura de la luz, encabalgado en el centelleo electrónico que llevaba su imagen a todas partes”. Es la primera aparición de los pobres, y el primer contraste está organizado en cuanto a una cuestión de luminosidad. Los cartoneros pertenecen a una dimensión oscura, poco luminosa o poco iluminada, mientras que Ferdie pertenece a la luz, e incluso no a cualquier luz: a la luz mediática. Esa luz particular da la pauta de una diferencia que ya no es sólo lumínica sino relativa a los modos de desplazamiento: los pobres vienen a la ciudad en familia y con sus carritos de madera, mientras que Ferdie va a todas partes encabalgado en un centelleo electrónico. Quien penetra no domina (los cartoneros invasores) y quien domina no penetra (sólo su imagen es llevada).
Ésa es, entonces, una propiedad de la luz en la pacífica Buenos Aires democrática de La guerra de los gimnasios: la de diferenciar ciertas zonas haciéndolas más o menos visibles (y entonces sería ésa la guerra de los iluminados gimnasios –“esa diminuta escena estaba muy iluminada con luz blanca, como en los gimnasios de verdad” (p. 110)-: una guerra por la atención contra las zonas oscurecidas de la realidad) para determinar tales o cuales creencias.
Cuando ya los cuatro fugitivos se acercan a El Granero, leemos: “En realidad, no tenían por qué preocuparse, pues la multitud de El Granero, en el aura de intensa luz roja, no tenía ninguna posibilidad de ver lo que sucedía más allá” (p. 113). Aquí, en ese “aquí” de Quiquito que no es la guerra, la luz cumple una función opuesta a la común y corriente: no deja ver. Es la luz de neón que empieza a difundirse en Buenos Aires (“El gran cartel luminoso del gimnasio, seis letras de neón rojo de tres metros de alto, estaba apagado”, p. 63), que no sirve para iluminar sino para llamar la atención, y que al llamar la atención no deja ver.
Así, se deshacen las diferencias entre las luces que aparecen en Los pichiciegos (esas linternas que apuntan a la cara molestando) con las que aparecen aquí: en ambos casos no dejan ver: obnubilan para cegar completamente la mirada (en la guerra) o para hacer invisibles ciertas zonas de la realidad (en la paz). Pero si se trata de pensar la función de la luz para delinear una continuidad entre Malvinas y aquí, entre guerra y paz, no hay más que cotejar la conducta de los pichis con la de los cartoneros: sólo pueden salir de sus cuevas cuando baja el sol: “Oscurecía, bajó el sol, subió la oscuridad, ya se acercaba el sueño y desde el aire empezaba a gotear el frío de la noche: más frío. Había que regresar” (LP, p. 48); “Y con el crepúsculo salía una población extraña (…) Su momento era la caída de la noche” (GG, p. 63-64). Puede pensarse que en la noche de la guerra aparece y circula la paz, mientras que en la noche de la paz aparece, circulando, la guerra.
Quiquito, en una mañana malvinense, piensa: “Había que ser inglés, o como inglés, para meterse allí a morir de frío habiendo la Argentina tan grande y tan linda siempre con sol” (p. 74). El error radica en el “siempre”: la guerra alucina la paz como total, y viceversa, pero las novelas se encargan de desmentir esa totalidad para mostrar la recíproca inclusión del opuesto a través de la economía. En la Argentina no siempre brilla al sol: al contrario, “Flores estaba cada vez más oscuro por la noche” (p. 63)

En la guerra, entonces, puede pensarse como pacífico el momento de la economía: se trata nada más que de transar. En la paz, en cambio, la economía es el dominio mismo de la guerra: por razones económicas se invade amenazadoramente, se hace imposible narrar (“Daba por supuesto que se veía a simple vista que era pobre (…) aunque la mayor parte del discurso se le escapó, por incoherente y sin objeto”, p. 66), se odia (“Parecía resentido contra los cajetillas que se pasaban el día perdiendo el tiempo en el gimnasio”, p. 66), se piensa en términos de supervivencia (“No es tanto él lo que me preocupa, como la fuente de trabajo”, p. 111) y se arman estrategias (“Ferdie, ahora lo , único que te queda es salvar tu empleo” (p. 112).

Y si guerra y paz pueden pensarse como dentro de una continuidad y constituyendo una recíproca inclusión es, creemos, por la organización estratificada que ambas suponen (esto mismo suscribe Foucault: que toda subordinación es una guerra permanente). La economía se ocupa de administrar la escasez, y en esta administración no puede haber coexistencia pacífica ni en la guerra ni en la paz. Por eso en la Argentina de 1991 puede haber una guerra (que no es, como hemos visto, entre gimnasios, sino entre la distracción que los gimnasios proporcionan y la atención que la pobreza reclama) y por eso en la guerra la economía parece pacífica. La economía es violencia ya establecida y siempre latente, y esa latencia es lo que en Malvinas, donde la guerra se ha desatado, parece un signo de paz. De hecho, si la guerra se caracteriza por el uso de uniformes (“Pensá en la mierda pegada contra la ropa”), la paz también. La utilización de disfraces, que es una demostración incontestable de que los uniformes existen, se da tanto en Malvinas como en Flores: “A ésos se les buscaba ropa más decente, para hacerlos parecer más a los soldados con acomodo que en el pueblo se reconocían por la manera de estar gordos y andar siempre abrigados y limpios” (p. 113); “Era triste y ridículo: los veías vestidos de conscriptos, imitando la manera de caminar de los conscriptos, pero les notabas la gordura, las canas en las nucas y la edad en la cara y te dabas cuenta de que era un disfrazado” (p. 130); “Ya habían entrado los tres, y Ferdie miraba asombrado al joven, en el que reconoció a Valencia” (p. 126). El disfraz es siempre la puerta de entrada a otro nivel en el eje vertical de la economía: a veces se lo utiliza para subir y otras para bajar.

Pero el encuentro con ese joven desgarbado, en el que también, al tratarse de Valencia, se concentra una lectura romántica de la novela, le imprime a Ferdie un pensamiento que no es otro que aquel que hemos intentado desplegar: “Ese joven tan inadecuado le hacía pensar, por la negativa, si acaso la función de los gimnasios no sería crear seres perfectos” (p. 68). Aparecen, finalmente, juntos, los gimnasios, con una función contrapuesta (o puesta contra) al joven inadecuado. La guerra de los gimnasios es, simplificando, contra los pobres, contra esos pobres que circulan por las calles (nunca por los gimnasios) de Flores, pero no es una guerra de aniquilación: se trata simplemente de captar la atención para que no la capte el enemigo. Lo que separa al enemigo y lo define es su posición económica. La economía es, por eso, en la paz, la razón de la guerra, mientras que en las Malvinas de Fogwill sucede lo contrario: la economía es la única manera de vincularse pacíficamente, y, por lo tanto, la mejor manera de vivir en paz.

Notas
(1) Fogwill, Rodolfo. Los pichiciegos. Buenos Aires: Sudamericana, 1994.
(2) Aira, César. La guerra de los gimnasios. Buenos Aires: Planeta, 2002.
(3) Foucault, Michel. “La guerra en la filigrana de la paz”, en Genealogía del racismo. La Plata: Altamira, 1996.
(4) Nos referimos a artículos como «No olvidar la guerra de Malvinas», de Beatriz Sarlo; «Trashumantes de neblina, no las hemos de encontrar», de Martín Kohan, Adriana Imperatore y Oscar Blanco; «Un lugar bajo el mundo: Los pichiciegos de Rodolfo E. Fogwill», de Julio Schvartzman y «Los pichiciegos: una novela verdadera», de Aníbal Jarkowski.
(5) Benjamin, Walter. “Para una crítica de la violencia”, en Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Madrid: Taurus, 1991.
*Autor
Alejandro Droznes nació en 1980.