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El granero del mundo
Andrés G. Muglia

Hacer un análisis del tema del campo en relación con la ciudad o de la ciudad en relación con el campo (redundamos inversamente como para no afectar desde el vamos la simetría que sabemos que no existe) suena pertinente en los tiempos que corren, cuando el llamado conflicto publicitado de una manera un tanto maniquea como campo vs. ciudad o campo vs. gobierno, llena los primeros planos de los medios masivos. Quién sabe, pasado el tiempo, si alguien se acordará de los más de cien días de conflicto y de su desenlace; a no ser que, como vaticinan algunos, éste sea más grave de lo que intuyen otros.
Hablar (o escribir en este caso) de política y actualidad sin una vocación por hacer política y mucho menos sin una por estar actualizado (esa enfermedad que consiste en una necesidad superflua que el periodismo fomenta), es desacertado desde el momento en que no se pueden edificar conclusiones sólidas sobre las claudicantes bases de la ignorancia (la mía). Sin embargo, podríamos decir sin temor a equivocarnos esta vez, que muchos de los que se creen informados y actualizados porque leen cinco diarios, escuchan radio y ven canales de noticias en la televisión por cable, además de comprar religiosamente las revistas semanales de actualidad política; no están mejor informados que nosotros. Sencillamente porque los verdaderos hilos del poder no se revelan en los pactados medios donde ese mismo poder publicita (es decir paga). Los únicos que conocen lo que verdaderamente ocurre son el puñado de personajes que sujetan los piolines del destino de millones de personas, con la suficiente confianza en si mismos, interés personal y la dosis justa de falta de escrúpulos como para no permitir que los inmovilice la preocupación por los rasos miembros de la sociedad que somos nosotros, nuestros padres y vos, vos que estás leyendo esto; y que dependemos de sus decisiones. Confesar nuestra ignorancia es un primer paso que ya dio aquel mitológico personaje creado por Platón y que algunos de nuestros políticos insisten en haber leído.
¿Qué puede quedar en el futuro de este conflicto, de este aparente enfrentamiento? Para un periodista, acostumbrado a que lo que escribe se queme en la hoguera inclemente del tiempo, un planteo de estas características puede sonar desubicado, equivocado, ridículo. Para un escritor (que según quien esto escribe es lo opuesto a un periodista) (y no me citen los obvios ejemplos de García Márquez, Capote, Hemingway y hasta Walsh, que son simples excepciones), lo que escribe, lo que pare en gruesas noches de insomnio aporreando el silencioso teclado de su PC que es menos ruidoso que el de una vieja Remington u Olivetti de las que utilizaron sus antecesores inmediatos y más ruidoso que una pluma deslizándose sobre el papel de las que utilizaron los más mediatos; lo importante es que eso que escribe perdure, no se someta a esa hoguera inclemente, sobreviva ya que la de Dios es una mentira piadosa para los cobardes que le temen a la oscuridad total. ¿Shakespeare vive cada vez que lo leemos? No. Sin embargo es una ilusión que todo escritor tiene la obligación de tener, ¿sino qué esperanza le queda? ¿hacer dinero? ¿aspirar a la fama? Para lograr esas pueriles ambiciones más le serviría esforzarse por ser volante de enganche y que lo vendan al fútbol europeo, o mezclarse en los escándalos de las comedias musicales que llenan los canales de televisión en los programas de la tarde. Fama y fortuna no son cosas fáciles de conseguir para un escritor. Qué le queda entonces. La ambición de publicar y un postergado, lejano e improbable juicio de la posteridad que jamás conocerá. Conformarse con la mera aceptación de sus contemporáneos, es un premio demasiado pobre para una persona que pierde el tiempo organizando signos que se suponen causarán en quien los interprete una influencia, un sobresalto, un estremecimiento o un estupor.
En fin que quien pretenda seguir de algún modo el camino del escritor, que no ha sido ganado todavía por las reglas recias de la academia (no hace falta un título universitario para reivindicar la nominación de escritor), desconfiará de abordar temas que intuya se incendien rápidamente, se desgasten y se olviden, como se olvidan las noticias catástrofes del diario de ayer. La obligación del artista es luchar contra lo descartable, aún sabiendo de antemano que su batalla está perdida (porque el arte de hoy tiene tanto que ver con lo efímero). (1)
¿Qué queda entonces para quien pretenda –tal vez demasiado ambiciosamente- gambetear de algún modo lo desechable? ¿Qué para aquel que no desea observar la pelea en medio de los supuestos contendientes, con la confusión que esto acarree? Elevarse, para ver mejor. Pero. ¿A quién puede asistir el derecho de juzgar desde un mangrullo virtual la contienda que se lleva a sus pies? ¿Quien puede arrogarse la desmedida vestidura de la objetividad para hablar de un tema que ni tan siquiera el tiempo a puesto en perspectiva? Nadie sin duda. Sólo un verdadero ignorante puede pensar que tiene las suficientes herramientas para analizar la realidad desde un lugar superior, más profundo, más claro, más verdadero que la de cualquier ciudadano promedio. Pero hay quienes lo creen, y firman orgullosas notas con su nombre y apellido en diarios de tiradas multitudinarias. No servirá el conocimiento, la información ni la inteligencia para trazar un mapa de situación de lo acontecido o de lo que acontecerá sucesivamente; las encuestas, como la astrología, han demostrado ser en este sentido una pseudo ciencia más y como tal, fallida.
Los caminos se angostan, las puertas se cierran, nuestra ambición de trascendencia se revela un monstruo demasiado grande para nuestra corta correa. Sin embargo queda un camino lateral, el antónimo del atajo, un tortuoso pasadizo por donde trastabillar en busca de una mirada ¿personal? ¿original? ¿¡única!? No tanto, pero en fin.
Si se quiere alejar uno de la coyuntura, de la cuestión temporal, buscando ese íntimo motor que nos hace escritores (o proyectos de ello), puede ensayar escarbar en lo acontecido diacrónicamente, para encontrar algunas constantes y repeticiones de crisis similares, de enfrentamientos, de pistas que den tela para un discurso, sino más profundo, si diferente o cuando menos, original. Tenemos pues una ayuda: la historia. Aunque el campo que se nos abre es, quizás, demasiado vasto. Por otro lado, contamos con otro auxilio insospechado para muchos (aunque lo dudo pues sospecho lectores ampliamente ilustrados) (lo cual de paso me pone a mi en un lugar de “intelectual” que nadie que me conozca personalmente podrá tomar en serio); esto es el auxilio del análisis del lenguaje y de la filosofía (o de la post-filosofía). Empecemos a tirar por esa punta de la madeja.

Un poco de análisis del lenguaje y otro poco de ¿post-filosofía?

Son muchos los filósofos y pensadores que se han aplicado al estudio del lenguaje y de cómo éste se estructura de un cierto modo (nunca inocente) para comunicar algo que, además de lo aparentemente, trasparentemente dicho o escrito, connota otro contenido más oscuro, oculto y a veces ininteligible. De esta inquietud surgió incluso una disciplina que se aboca a esta clase de análisis: la semiótica. Desde Saussure y Peirce, pasando por Freud, Wittgenstein, Lyotard, Lacan, Derrida, Eco, Barthes (por mencionar sólo unos pocos nombres relevantes), el lenguaje, lo que estructura en la mente de quien lo utiliza, lo que dice sin decir, es materia de estudio.
Jacques Derrida (¿filósofo?¿post-filósofo?) francés nacido en Argelia, basó buena parte de su obra en analizar textos de otros pensadores y realizar estudios a través de las particularidades y contradicciones que encontraba en cada uno de ellos. El “método” que utilizó el polifacético pensador para sus “análisis” fue nombrado por él como deconstrucción. Ponemos las palabras “método” y “análisis” entre comillas pues a decir de Derrida deconstruir consiste en: “Desensamblar las partes de un todo... Se trataba de deshacer, de descomponer, de desedimentar estructuras (todo tipo de estructuras, lingüísticas, «logocéntricas», «fonocéntricas»... pese a las apariencias, la desconstrucción no es ni un análisis ni una crítica” (2) No existe pues un método prescriptivo a seguir como una receta, pues precisamente parte del espíritu de la deconstrucción es criticar aquellos metadiscursos que basaban sus postulados en la suposición de una certeza (que les pertenecía) en contra de un error.
"Cuando se habla de deconstruir un texto, por ejemplo, nos referimos a interrogar los supuestos que lo conforman para dar una nueva perspectiva. Lo que propone Derrida en sus libros es una lectura minuciosa a textos literarios o filosóficos para llevarlos al extremo de darles una significación diferente de lo que parecían estar diciéndonos."(3)
En base a este tipo de mirada (ya que no le podemos llamar método) y al análisis de los pares de opuestos (tradicionales en la filosofía) que estructuraban estos discursos, Derrida procede a su deconstrucción, que revela las taras escondidas en ellos. Esto echa luz a esas oposiciones, que parecían a primera vista naturales, develando todo tipo de errores en que basan sus supuestos falsos o endebles. La deconstrucción entonces: “Consiste no tanto en ver que el negro y el blanco nunca se dan puros, que en medio hay un amplio terreno gris (a eso llega nuestra sensatez sin esfuerzo), sino que justamente la polarización entre blanco y negro, siquiera a escala de ideal regulatorio, implica un parcial aturdimiento moral.” (4)
Aunque no pretendamos aquí el ejercicio de una deconstrucción linguística del discurso, es fácil advertir en la oposición entre campo y ciudad, que son presentados por la simplificación de los medios masivos como dos antónimos, un error de base. Reiteramos que no pretendemos como Derrida, realizar un análisis profundo de la falsedad de esta antinomia, sino utilizar simplemente, como indica Maurizio Ferraris en el anterior párrafo, nuestra “sensatez”, para constatar rápidamente que esta supuesta rivalidad, este supuesto “blanco y negro” tiene en medio “un amplio terreno gris”; y lo más grave, que efectivamente en este ejercicio de los medios está imbricado el “aturdimiento moral” de su audiencia, nosotros, el pueblo.
No es esto demasiado difícil de revelar, ni es necesario utilizar a un post-filósofo francés como punto de partida de una reflexión de este género. Esta oposición que los medios (y de algún modo también el gobierno y el pueblo todo aceptan) es una reducción ridícula de la variedad implicada en los amplios universos denominados simplemente como “campo” o “ciudad”. ¿Cómo sindicar rápidamente en un colectivo multiforme, que implica naturalmente la división en clases, en grupos etáreos, en especializaciones laborales, en visiones diversas del mundo, en variados niveles educativos, al “campo” o a la “ciudad”? ¿Implica esto que todos los habitantes del campo piensan y sienten igual y que los de la ciudades hagan otro tanto? Es tan ridículo un postulado de este género que su refutación es una tarea que causa rechazo. ¿Quién puede pensar que esta simplificación absurda redunda en un beneficio para la comprensión del fenómeno de la crisis? Pero es precisamente lo opuesto a la comprensión el destino que lleva esta simplificación.
Reducir a dos contendientes a las múltiples facetas del conflicto es simplificar la tarea de identificar una u otra parte como “los malos” o “los buenos”. Como en las viejas películas del lejano oeste, los buenos con sombrero y caballo blanco y los malos con sombrero y caballo negro. Si se multiplican las cabezas que pululan en cada parte en conflicto no se puede colocar los sombreros respectivos en ninguna, no se puede hacer que los desinformados y muchas veces confiados ciudadanos salgan a la calle a clamar por tal o cual parte, sin conocer en realidad que la división y la simplificación a la cual se ve sometida la información es una mera manipulación con fines políticos.
En este punto me parece pertinente hacer nacer aquí un pequeño apartado en torno a los medios masivos y su influencia en la conformación de la visión de la realidad de quienes los consumen. Es este un tema controvertido y que no se puede resumir en un apretado párrafo pero que, sin embargo, cabe mencionar a la pasada como para motivar una reflexión posterior, mas documentada y profunda por parte del lector.
Desde la época de la Ilustración y a través de la figura del Barón de Montesquieu, influido por las reformas políticas inglesas y en particular por la obra de Locke, se perfila el modelo democrático aún vigente y que el pensador francés enunciaría en su obra “El espíritu de las leyes” (1750): la división tripartita de los poderes del estado. Los estados modernos y posteriormente los contemporáneos, han utilizado esta división de tres poderes que mantienen entre sí un supuesto “equilibrio y control mutuo”, evitando las desmesuras a las que la monarquía y el absolutismo tenían acostumbrados a sus respectivas poblaciones. Con todo, este esquema ideal, bajado a la manipulación que los hombres hacen de él, hace posible que frases corrientes como “mayoría en el congreso” (del partido gobernante), que ya no asombran a nadie, no hablen más que de la influencia de un poder sobre otro y de la difícil realidad concreta de este modelo. De cualquier modo, la mayoría de los ciudadanos, incluso los que no han vivido en carne propia la desgracia de la dictadura (por una cuestión de edad), están de acuerdo en reconocer este sistema de gobierno como el menos peor, y participan en él con esa ilusión tantas veces traicionada y que tantas vidas ha costado que se llama voto.
Este pequeño apéndice no hace sino subrayar el peso simbólico (denso, denso) que tiene otra frase que se dice despreocupadamente y que indica que el periodismo es “el cuarto poder”. Postular, además de los tres poderes consensuados por la democracia y (dos de ellos) confirmados por el voto popular, un cuarto poder (con lo cual se asigna a éste un peso similar al de los otros tres) no es, ni muchos menos, inocente. Efectivamente, el periodismo funciona como un factor de presión política, de influencia en las decisiones de los gobernantes, de medio a través del cual ellos expresan solapadamente (y no tanto) sus ideas (que fue sino el diario La Nación fundado por el pionero Mitre), y de generación, invención, subrayado: de imágenes, personajes, situaciones, conflictos y otras yerbas. El periodismo, a través de los medios, decide por ejemplo simplificar el conflicto del campo y la ciudad, creando dos figuras antitéticas falsas. Qué intereses motivan esa simplificación no es algo que se pueda dilucidar fácilmente.
Sin embargo es innegable que frente al descenso de los otros tres poderes en el imaginario popular, al descreimiento que encarnan los políticos que detentan el poder ejecutivo y el legislativo, y a la devaluación de la imagen de la justicia, el cuarto poder ha ascendido como una especie de reserva moral. Los periodistas son ahora los cancerberos del poder, cualquier post-puber con un micrófono y una cámara puede reputarse de “investigar a fondo” los oscuros recovecos de la corrupción del estado y sus funcionarios (de los que sobran desafortunadamente los ejemplos). Cabría preguntarse quién decide qué y a quién se investiga “en profundidad” y si estos adalides de la ética no son meros instrumentos para bajar el pulgar de un corrupto a otro corrupto caído en desgracia. Y si esto no sucede en todos los casos, es de esperar que en una buena parte de ellos sí ocurra; lo cual bajaría un poco el humo que se empeñan en inflar algunos de nuestros nuevos y brillantes héroes que quieren emular a Michael Moore.
No obstante a la influencia de los medios de comunicación, y a la manipulación de la información por parte del periodismo, que crea una realidad paralela y suma ficticia; no se puede echar toda la culpa de esta simplificación únicamente al periodismo. Éste simplemente utiliza una imagen que hecha raíces en los no tan remotos comienzos de nuestra historia como estado independiente y en los sí más remotos del conjunto de la historia universal. Aquí echaremos mano a la primera de las ayudas enunciadas para comprender la coyuntura actual: (la más obvia), la historia.

¿Qué es el campo y qué es la ciudad?

Cabe preguntarse de dónde surge la idea de la antinomia del campo y la ciudad que el argentino promedio no se detiene a criticar, en tiempos donde la crisis lo insta a reflexionar sobre el tema. Dónde es que se cimenta (aunque esta legitimación sea ficticia) esta supuesta y poco discutida oposición.
Podría a grandes razgos dibujarse una historia de las ciudades antes y después de la primera y segunda revolución industrial. Una historia previa a la formación de los grandes estados postfeudales, previa incluso al gran imperio por excelencia, el romano; una historia de la ciudades pensadas como centro comercial, administrativo y cultural. Antes de la revolución industrial, antes del aglutinamiento de la mano de obra trabajadora en las grandes ciudades; antes de que la ciudad, gracias a la concentración fabril produjera algo, la principal función de la ciudad era de carácter administrativo y comercial. Una gran polis debía por fuerza alojar al poder central (rey, soberano, emperador, etc.) y emplazarse junto a una via navegable, ya fuera mar o río, para brindar una salida a los productos de sus provincias o zonas dependientes a las que controlaba, regulaba, y ponía los impuestos y gravámenes que el soberano y sus consejeros tuvieran a bien considerar justos.
Todas las grandes ciudades de la historia son, por lo general, ciudades costeras, muchas de ellas crecieron literalmente alrededor de un río, al que engulleron en su crecimiento y que las atravieza: Londres, París, Praga. Si nos remontamos a los orígenes de la historia del hombre comprobaremos que los asirios, sumerios, fenicios y persas dependieron de los ríos Tigris y Eufrates para su florecimiento, porque regaban periódicamente la mesopotamia comprendida entre ellos (que es donde la Biblia ubica el paraíso), y porque servían para transportar luego las riquezas que el valle brindaba a sus habitantes. Lo mismo ocurre con el Nilo, a cuya vera crecieron multitud de ciudades, incluyendo, ya al final de la historia extensa y asombrosa de la civilización egipcia, la tercera joya que echó las bases de la civilización occidental, después de Esparta y Atenas: Alejandría.
La relación de las antiguas ciudades estado con su entorno era la de explotar el producto gestado en sus dominios para comercializarlo luego. A lo largo de la historia y a muy grandes rasgos, el esquema de la relación entre la ciudad y el campo no difiere; sólo después de la revolución industrial, cuando la ciudad concentra las fábricas y agrega valor a través de la manufactura, se puede decir que la ciudad “produce” algo o es más que un mero centro gubernamental, administrativo y comercial.
¿Es la concentración post-feudal en las ciudades influencia fundamental para el nacimiento de la burguesía? ¿Es responsable la ciudad del afianzamiento de esa burguesía que a partir de 1789 y ganado su propio lugar en base a las deudas que la monarquía mantenía con ella, tendrá la osadía de reclamar para sí el poder político, poniendo punto final a la milenaria práctica monárquico-imperial-absolutista? El crecimiento de la ciudad será sin duda un crecimiento de la burguesía (de los grandes comerciantes, de los grandes banqueros) por sobre la aristocracia y lo cortesano. En las ciudades se gestará el destino del campo, anclado a las resoluciones que los diversos gobiernos tomen en torno a él: creación, aumento o ajuste de impuestos; apropiación de terrenos “de uso público” con el consecuente desalojo de familias que migrarán hacia la ciudad (Inglaterra, siglo XVII). Incluso podría decirse que, antes del ascenso de la burguesía al poder político, el campo en su relación con la ciudad gozará de cierta estabilidad (que no se relaciona con la prosperidad) en su sometimiento al poder monárquico. El carácter paupérrimo pero estático de la Rusia post-revolucionaria en sus inabarcables dominios, está marcado en un campo anclado en tradiciones, usos y costumbres cuasi medievales; que siguieron manteniéndose intactas hasta la revolución bolchevique.
La burguesía, como la aristocracia, entabla una relación de fuerza con el campo; al que domina y sobre el que funda su riqueza. El campo será a lo largo de la historia pre-industrial sinónimo de riqueza. A mayor extensión mayor riqueza, etc. El hacendado, el latifundista, amparado como en Inglaterra por una legislación que no permite la división de la tierra en la herencia (la tierra se lega indivisible al primogénito), será una de las patas para que el poder y el orden imperante, en suma el sistema en sí, se sostenga ininterrumpidamente. Recién en el siglo XX nuevas formas de riqueza, nuevos modos de producción que multiplicarán el dinero de un modo mucho más veloz que los productos del campo, empezará a devaluar ese valor inherente a la tierra. La figura del hacendado, burgués de campo, comenzará a transitar un rápido declinamiento.

¿Y Argentina?

En Argentina esta lógica de ligazón entre tierra y valor, entre campo y riqueza posee una fuerza que marcará de punta a punta nuestra historia, incluso hasta el actual conflicto que motivó de algún modo este escrito.
La relación mencionada entre campo y ciudad se dará más que nunca teniendo a Buenos Aires, desde la época de la “gran aldea”, como eje de la tensión. Buenos Aires: puerto, capital, centro administrativo y comercial, además de sede de gobierno; tendrá la misma lógica histórica que otras grandes ciudades en su relación con el campo. Sin embargo, hasta el trazado del ferrocarril, cuyo dibujo confluye centrada y sugerentemente sobre la capital, como si está atrajera con un imán a las riquezas del interior; la tierra lejana al principal puerto tenía un valor relativo, porque sus productos no podían llegar hasta allí. ¿Es éste parte de los motivos de la discusión de unitarios y federales, de la intensión de los unitarios de desligarse del llamado “interior del país”?
Como sea, el hecho de que la tierra de la patagonia, que Roca “conquistó” a base de fusil y muerte de indio, fuera obsequiada a sus compañeros de campaña como botín de guerra, da cuenta de que aquellas tierras lejanas no tenían por aquel entonces un gran valor.
Más allá del protagonismo de Buenos Aires en su discusión con el interior, y del falso federalismo que pregonan todavía los discursos vacíos y viciados de lugares comunes de la mayoría de nuestros políticos, la historia de la Argentina se ha cimentado en base al protagonismo del campo como generador de riquezas. A un protagonismo delineado desde afuera por el influjo del mismo pueblo que trazó las líneas de ferrocarriles. Aquel que determinó en época de esplendor imperialista, entre otros influyentes, la mentada “división internacional de trabajo” que confería a la Argentina su estatus de “productor de materias primas” y que los discursos de la clase dominante criolla convirtieron en esa frase de mierda que indica que Argentina es “el granero del mundo”, y consecuentemente “un país rico”. La mismísima basura que nos metieron en la cabeza en el colegio cuando nos decían que “Argentina cuenta en su mapa con los cuatros climas”, o que “somos ricos en recursos naturales y minerales”. Gracias a ese modelo y a otras frases del tipo de “hay un tipo en la luna, seguramente en el proyecto está metido un argentino”, es que hemos llegado a ser está enorme, vacía, bendita y pobre nación. Rica, rica, rica y pobre, pobre, poooooooooobre.
El modelo agroexportador impuesto desde afuera confirió al campo una importancia de primer orden. La Argentina cumplió a rajatabla su papel en el modelo mundial; su clase dirigente hizo los deberes y viajó a Europa y convirtió a Buenos Aires en la “París de Sudamérica”. Poco importaba si los gobiernos eran legítimos, fraudulentos o de facto, el modelo era inamovible. En épocas donde países anclados en una larga tradición agraria despertaban a la industrialización, Argentina (su clase dominante) seguía confiando en la mano tendida desde el otro lado del Atlántico. Para 1930, después del crack y la crisis económica mundial, la mano inglesa se retrajo, dando mayor importancia a sus ex colonias (Australia y Canadá) a la hora de la compra de grano y carne. Argentina quedó literalmente “en bolas”. El problema de dejar todos los huevos en una sola canasta. Parches como el pacto Roca – Runcinam intentaron poner compresas frías al enfermo, pero la muleta europea había sido quitada y la relación nunca retornaría.
El modelo central del campo como eje de la economía nacional se recortó, pero nunca perdió protagonismo. Los intentos de industrialización se retrasaron. Errores estratégicos de los sucesivos gobiernos; una tardía participación en la Segunda Guerra Mundial, motivada menos por deseos de neutralidad del gobierno nacional que por sus simpatías con las naciones fascistas del eje, impidió la participación de Argentina en el plan Marshall norteamericano, que sí favoreció por ejemplo a naciones vecinas como Brasil, e incluso a enemigos de los aliados que dañarían la economía de los triunfadores de colapsar como productores: Japón y Alemania. Ni los intentos del desarrollismo y sus ideas basadas en Keynes y su “estado de bienestar”, pudieron cimentar el crecimiento de la industria Argentina para llevarla a un protagonismo por sobre su eterno rival: el campo.
A partir de los años ´70s, una larga noche: política, social y económica, cubriría a la Argentina. Con la dictadura la dependencia económica se reforzó con el aumento de la deuda pública (nacionalización de la deuda privada). El retorno a la democracia no pudo parar esa rueda echada a rodar hacia el colapso, los ´90s no hicieron más que acelerar y demoler lo poco que quedaba de la industria nacional con la adscripción intencionada al revitalizado modelo liberal, llamado ahora neoliberalismo y que creciera a la sombra del supuesto fracaso del keynesianismo (devaluado por la crisis mundial del ´73); aunque vale decir que los modelos cimentados en el estado de bienestar son actualmente aunque sin grandes aspavientos todavía exitosos; verbi gratia: Suecia.
¿Y después? Crisis, crisis, regalitos de Taiwan, uno a uno, aumento de la brecha social, viajes a Disney World, comprar importados, comprar dólares, disminución de la clase media, desocupación, más uno a uno, pizza con champán, rifa de los activos del estado (nuestros activos), negociones, indultos, expropiación de los plazos fijos, bombas en la capital, crisis, crisis, hiperinflación, riesgo país, corralito y colapso; de golpe, cinco presidentes en una semana. ¿Sobreviviste a la licuadora llamada Argentina? Sí, si estás leyendo esto, sí. Y hasta tenés Internet.
Ok, pantallazo un poco burdo de nuestra historia. Pero que lleva como objetivo situarnos. ¿Situarnos adónde? En un escenario saturado. El nuestro. Saturado de inequidad, corrupción, injusticia. ¿Alguien lo duda? De ruinas que dejaron los últimos treinta años, ruinas de todo y de todos. En medio de esto, de este escenario que no se parece para nada a un renacimiento (por más que muchos porfíen en ello y toqueteen índices mentirosos), surgen nuevamente aquellos aires lejanos con la frasecita “Argentina granero del mundo”, “el campo es la riqueza de Argentina”, de nuevo aquella tensión del campo y la ciudad. El atribulado ciudadano argentino suma un asombro más, los coletazos de la discusión entre poderosos llegan al almacén, le duplican el precio de la carne (tal vez su bien más preciado y uno de sus pocos lujos) en una semana.
No se sabe bien qué o en quién creer. Se multiplican los rostros, los medios simplifican. La discusión encarna sin dudas las viejas miradas recelosas del campo a la ciudad y a la inversa. ¿No es el campo la fuente de riqueza Argentina? ¿No lo fue siempre? ¿Por qué tanto impuesto? ¿Por qué la sangría? Primera cuestión. ¿Qué riqueza? ¿La de quienes? ¿De los peones? El gobierno pregona: control de cultivos, evitar que la soja gane más terreno (buena metáfora que casi no es una metáfora) y se encarezcan los otros insumos esenciales de la población. Buen argumento. Pero… ¿Por qué no retenciones a la industria minera, por qué no al petróleo? Si los dos se exportan con grandes ganancias para multinacionales extranjeras y ninguna para el estado (nosotros). ¿Quién miente? ¿Todos? ¿Los medios que los difunden también?
En fin. Decidan. Crean en alguno (no se crean que son dos, eso no) (o si quieren créanlo, así es más fácil), y salgan a golpear cacerolas o a llenar la plaza (en colectivo pagado por el municipio); o sino no crean en ninguno. Crean que todos mienten, que todos tienen intereses personales, que por ahí alguno de esa multitud tiene razón, un productor con veinte hectáreas tiene razón pero el que tiene mil no, no tiene razón; o por ahí pueden creer que los medios están manipulados por el poder, pueden creer que ese poder mira donde quiere y le conviene y no pone retenciones ni impuestos donde tiene negocios propios; o por ahí pueden creer, ahí cuando llegan al almacén a comprar fideos porque ya no pueden hacer asado los domingos, ahí mismo pueden creer que todo es una grandísima mierda de la que nosotros no participamos, más que con esa ficción, o ironía, o desesperanza o esperanza que cuando nos dejan, depositamos cada cuatro años (antes cada seis o cada mil) en un urna. Pero pensar así es feo, es amargo, es demasiado real. Mejor creerse el cuentito: “somos el granero del mundo, tenemos los cuatro climas, el Libertador General San Martín…”.

Notas
(1) Baudrillard, Jean: “Duelo”. En línea: http://www.fractal.com.mx/F7baudri.html, consultado 13/7/2008
(2) Carta a un amigo japonés [Lettre à un ami japonais] en Psyché. Inventions de l'autre, París, Galilée, 1987. En línea: http://www.jacquesderrida.com.ar/textos/carta_japones.htm , consultado: 19/6/2008
(3) Everardo Reyes García: "Breve introducción a Jacques Derrida y la deconstrucción", En línea: http://www.hipercomunicacion.com/pubs/derrida-decons.html , consultado: 19/6/2008
(4) Maurizio Ferraris: “Introducción a Derrida”, En línea: http://www.jacquesderrida.com.ar/comentarios/derrida_ferraris_2.htm , consultado: 19/6/2008